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Papel vegetal

Un mundo sin Estados: sueño de las multinacionales

Los Estados, esa creación política moderna, se han convertido en un obstáculo para las ambiciones sin límite de las multinacionales, que piensan sólo en términos globales y parecen considerar al Estado como algo obsoleto, que ha cumplido su función histórica.

Los Estados democráticos crean y hacen cumplir leyes, imparten justicia, aplican impuestos y regulan -cada vez menos, es cierto- esa jungla que son tantas veces los mercados.

El Estado social se ocupa de la redistribución de la riqueza, protege al individuo, garantiza su seguridad frente a amenazas internas y externas, cuida de su integridad física y protege su intimidad.

Pero vemos cada vez más cómo esa creación está en entredicho, desde abajo por el surgimiento de comunidades lingüísticas, étnicas, religiosas o de cualquier otro tipo.

Desde arriba por las instituciones supranacionales, por un lado, que asumen o tratan de asumir muchas de sus funciones, pero también por el poder financiero y el de las multinacionales, que denuncian su excesiva burocracia y su afán regulador.

Multinacionales como Google y otras del sector de internet invaden cada vez más espacios que eran hasta ahora dominio del Estado, desde la educación hasta la salud o la economía.

Desarrollan continuamente programas con los que aspiran a dirigir todos los aspectos de nuestra vida diaria con el argumento de hacerla cada vez más fácil y segura.

Inventan artilugios que controlan nuestra salud, desde el nivel de colesterol hasta el de azúcar en la sangre, nos aconsejan qué dieta nos conviene según nuestra edad y condición física, o a qué hora nos interesa poner a funcionar nuestra lavadora para ahorrar energía.

Otros nos evitan ir al mercado, a la librería o a cualquier otro comercio ya que nos posibilitan hacer un pedido por internet y recibir la mercancía sin salir de casa.

Porque además, gracias a internet y las redes sociales nos hemos convertido -voluntariamente o no- en ciudadanos de cristal, cuyos hábitos y aficiones conocen al dedillo, lo que hace que puedan muchas veces incluso adelantarse a nuestros deseos.

Una empresa como Google, por ejemplo, ha montado centros de computación en distintos países y compra además cables submarinos para sus conexiones, al tiempo que dispone de instalaciones solares o eólicas propias para poder ser lo más autárquica posible.

A esa como a otras multinacionales de la costa Oeste de Estados Unidos les molesta sobre todo lo que consideran obstáculos a su extensión por todo el planeta, leyes como las europeas de protección de datos y sobre todo las fiscales.

De ahí que contraten lobbies para influir sobre gobiernos y legisladores y paguen a equipos de abogados para que los ayuden a esquivarlas y encontrar el mejor sitio donde registrar su sede, que es siempre allí donde paguen menos impuestos. La solidaridad es cosa de otros.

Un norteamericano llamado Dave Egger ha escrito una novela de política ficción sobre el mundo que nos espera si dejamos que las multinacionales establezcan su dominio en el planeta.

Se titula The Circle, trata de las aspiraciones totalitarias de un gigante ficticio del sector de internet y aunque la crítica no está convencida de su calidad literaria, resulta tremendamente reveladora.

Esa novela distópica describe un mundo en el que todos los ciudadanos están en permanente comunicación y en el que reina la total transparencia, lo cual servirá, en opinión de su ingenua protagonista, para rescatar a la humanidad de todo lo malo.

Mientras tanto, en un ejemplo más de los interesados ataques al Estado tradicional, en California, un inversor que hizo una fortuna en el sector de internet, Tim Draper, trata de organizar un referéndum para dividir ese Estado en seis miniestados, nada menos.

Uno de ellos, el formado por el Silicon Valley y San Francisco, dominado por el sector de la alta tecnología, se convertiría así en el más rico no sólo de California, sino de todo el país. La solidaridad es cosa de otros.

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