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Rivera, ganador de la criba

D e los cuatro grandes protagonistas del tenso debate del miércoles en el Congreso, es Albert Rivera el que parece haber quedado en mejor posición para sacar provecho de una nueva convocatoria electoral. Lo que sin duda le convierte en el vencedor de la fallida investidura de Pedro Sánchez.

Rivera defendió, como Sánchez, el pacto PSOE-Ciudadanos, pero se dejó menos plumas que el candidato socialista porque no perdió la votación, y la cercanía y compostura de su discurso, además de indicativas de su voluntad de llegar a acuerdos, lo alejan tanto de la maledicencia de Rajoy como del verbo amonestador de Iglesias, que quizá sirvan para hacer más adeptos a los adeptos, pero no para ganar votos en caladeros repletos de indecisos y desencantados que ya están hartos de ver a sus políticos vaguear y eludir la tarea que les corresponde en estos tiempos: negociar y entenderse.

Los analistas de procesos electorales suelen decir que cuando está al caer la repetición de unos comicios, tienen más posibilidades de mejorar sus resultados los partidos que se hayan empeñado en el diálogo que aquéllos que no lo hayan hecho. Si esto es así, Sánchez y Rivera incrementarán su número de escaños después del 26 de junio, mientras que Rajoy e Iglesias verán decrecer el grosor de sus bancadas.

Y a nadie debiera parecerle prematuro que se extraigan ya conclusiones en este sentido, pues de todos era sabido que Sánchez no obtendría el miércoles la mayoría absoluta, y mayúscula sorpresa sería que hoy se hiciera con más votos a favor que en contra. Tanta sorpresa como la que constituiría que en el plazo de dos meses que ya ha empezado a correr, si Sánchez fracasa de nuevo, alguien se moviera de sus posiciones para favorecer un acuerdo.

Con todo, el reparto de escaños tras unas nuevas elecciones no diferirá mucho del actual. O eso auguran los sondeos. Así que cabe preguntarse entonces de qué estamos hablando; o mejor: por qué se compite, qué se dirime.

Y así, a bote pronto, se me ocurre que estamos inmersos en una criba, en el prólogo de esa Segunda Transición que unos (Rivera) quieren que nazca sin demasiado dolor de la Primera, y otros (Iglesias) hasta con fórceps. A poco que el líder de C's persista en sus modos y no pierda su perfil de hábil negociador, a poco que Iglesias (aunque no se corte la coleta) vaya abandonando la arenga de asamblea estudiantil y la gestualidad profética, iremos viendo el declinar del PP y (más aún) del PSOE.

Los socialistas lo han entendido y por eso eligieron líder a Sánchez, joven aunque algo maniquí (igual de apuesto que Rivera, pero mucho más envarado e inseguro). Sin embargo, el PP sigue sin darse por aludido, y a menos que jubile a Rajoy, o que el presidente en funciones se haga el harakiri como aquellos procuradores franquistas con la Ley para la Reforma Política de Adolfo Suárez (el ídolo de Rivera), tendrá la partida perdida.

Tachar de comedia y vodevil la tentativa de investidura de Sánchez, cuando él presume de no haber gastado "ni un día" en negociar porque lo tenía muy difícil, es prueba de cinismo y de pereza: el líder del PP detesta la política, consista ésta en negociar con los soberanistas catalanes o en limpiar de corrupción las sedes de su partido y sus tentáculos empresariales.

Del exnadador Rivera, en cambio, puede decirse que se mueve en la política como pez en el agua; y más si está tan revuelta como la del presente. Es un competidor nato, de suaves maneras ante los medios y (presumo) puño de hierro en la mesa de negociación, y tiene a su favor que C's haya pactado con el PP (Madrid) y con el PSOE (Andalucía), forzando en ambos casos baterías de medidas de regeneración democrática. Y encima su indefinición ideológica es tal que Iglesias, disparando a todo lo que se moviera, le acusó el miércoles de haber podido pertenecer, en otros tiempos, tanto a las juventudes de Falange como a las del PCUS. Quien pueda encajar una descalificación de ese porte sin inmutarse, que levante la mano.

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