Todas las personas que han sido adoptadas tienen el derecho a conocer sus orígenes, por muy duros que estos sean, a partir de la mayoría de edad si ese es su deseo.

Conocer la historia de su vida anterior a la adopción, de dónde vienen, cuáles fueron sus orígenes, las circunstancias de sus familias biológicas y, si hubiera datos suficientes, las razones por las cuales sus familias de origen no pudieron, no supieron o no quisieron cuidarles.

Saber que en su vida hay al menos dos familias, la biológica y la adoptiva, es un derecho que toda persona adoptada tiene desde el primer día. Si bien la información debe ir adaptándose según la edad, la personalidad y la capacidad de comprensión en cada etapa. La información contenida en el relato y el modo de expresarla no será igual a los tres años, que a los siete, doce o quince.

Es más, en algunas legislaciones, como la catalana, se establece los doce años como el tope de edad máximo en la que debe conocerse la condición adoptiva. Se plantea no sólo como un derecho de la persona adoptada, sino también como una obligación por parte de las familias, si es que no lo han hecho antes, de explicarles de qué forma se incorporaron a sus familias.

En ocasiones se interpreta que hablar del pasado puede hacer un daño innecesario a sus peques y de forma deliberada se les oculta información, con el convencimiento de que así serán más felices, ignorando ese lado oscuro de sus biografías.

Ocurre con frecuencia, con la mejor de las intenciones, que muchas familias adoptivas intentan evitar hablar del asunto, y esto con el amoroso afán de proteger a sus criaturas de cualquier sombra que pudiera empañar su felicidad. Temen que el conocimiento de la verdad pueda poner en juego su estabilidad emocional y no dudan en ocultar todo lo que tiene que ver con esa parte no grata de su pasado. "Lo que no se nombra no existe", piensan, y de esta forma se convierte en tabú para toda la familia lo que es un legítimo derecho de las niñas y niños adoptados.

Lo cierto es que, aunque ignorado hasta hace relativamente pocos años -al menos en nuestro país-, la psicología, la psiquiatría y otras ciencias, así como las propias personas adoptadas, han puesto en la palestra lo que el conocimiento de los orígenes significa para la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad.

No es extraño que una persona quiera conocer sus orígenes: quién es su madre biológica, a qué familia pertenece o perteneció, a qué país. Casi todas las personas adoptadas adultas desean conocer las causas que motivaron su adopción y por qué su madre les abandonó.

Los motivos concretos pueden ser varios: la simple y legitima curiosidad personal (mirarse en su espejo biológico); razones de salud (descubrir genes o rasgos genéticos); anhelo de comprensión para con los padres naturales, lo que a veces incluye también el deseo de ofrecerles ayuda; pero sobre todo la necesidad de completar su propia identidad, su propia historia, buscando su sitio generacional al localizar su procedencia para prolongarla a sus hijos.

En fin, son muchas y variadas razones que planean sobre un delicado asunto, de máxima sensibilidad, no sólo para las personas adoptadas, también para las familias biológicas (que a veces pueden no querer dejarse encontrar) y por último para las familias adoptivas que, a veces, en el deseo de búsqueda de los orígenes de sus menores, pueden ver amenazado el vínculo que les une, sobrevalorando quizá los lazos de sangre.

De ahí la importancia de que la Administración Pública canaria haga bien su trabajo de acompañamiento a las familias adoptivas, garantizando una correcta información y formación desde el principio. Y que llegado el momento, si las personas adoptadas deciden ejercer su derecho e iniciar el proceso de búsqueda de orígenes, este se lleve a cabo a través de un buen servicio público de mediación, como así queda recogido en nuestra legislación vigente.

(*) Diputada de Podemos por Lanzarote en el Parlamento de Canarias