Me sentí ligeramente defraudado cuando Félix de Azúa descalificó a Ana Colau al decir que su lugar estaba despachando pescado y no gobernando el Ayuntamiento de Barcelona. Azúa dispone de muchos más recursos -solo hay que conocer mínimamente su espléndida obra literaria, en la que el rigor verbal es rasgo característico- para definir los graves límites de la señora Colau como alcaldesa, cada vez más evidentes. Pero lo realmente impresionante ha sido la réplica. Circula por ahí una desmesurada y un punto ridícula solicitud para que la Real Academia de la Lengua expulse a Félix de Azúa, avalada ya por un montón de miles de firmas. Casi todos aquellos que han insultado a Félix de Azúa en los últimos días tienen algo en común: desconocen absolutamente quién es. No tienen ni la más puñetera idea de su trabajo como escritor, intelectual y profesor universitario. Por lo que se lee por las redes sociales los ofendidos -y especialmente las ofendidas- por la ocurrencia contra Colau creen que están tratando con una suerte de Fernando Vizcaíno Casas nacido casualmente en Cataluña. La infautada tontería de la alcaldesa la ha llevado a publicar su expediente académico, gracias a lo cual se ha podido constatar que ni siquiera terminó la carrera. No es necesario disponer de un doctorado en Economía y uno en Derecho -como tenía el último gran alcalde de Barcelona, Pascual Maragall- para gobernar una capital de cuatro millones de habitantes. Pero si la acumulación de títulos no garantiza la solvencia gestora, los discursos y los hechos sí demuestran palmariamente la ignorancia, la falta de proyecto político y la voluntad inequívoca de control social del colausismo. Colau está utilizando este incidente -obviamente menor, trivial- para ejercitar el músculo de su marketing político con el método que mejor conoce: el victimismo operativo, el presentarse como una heroína antisistema y por eso mismo vituperada y despreciada, la política como gesticulación incesante.

Azúa ha enseñado a varias generaciones de universitarios -mujeres y hombres- a pensar críticamente no solo los fenómenos estéticos y sus contextos históricos, sino todo lo que merece la pena llamar cultura. Ha escrito novelas memorables sobre las trampas de la fe ideológica y las miserias insalvables del arte y la literatura, y su poesía rara vez defrauda a un lector inteligente. Una figura como la de Félix de Azúa dignifica culturalmente un país. Ha tenido el coraje suficiente para denunciar contundentemente a un nacionalismo avasallador y emprender una nueva vida al entrar en una vejez espléndida. Suponer que todo eso desaparece como por ensalmo porque se permitió un insulto errado y poco eficaz es pueril, sencillamente. Pero ahora mismo, en este país, cientos de miles de personas están dispuestas a creerlo. A creerse que esto es una batalla entre malos y buenos, y los suyos, por supuestos, son los buenos, y los malos, no hacen falta mayores precisiones, son los otros, a los que no hace falta ya reconocer, sino conocer simplemente. Este guerracivilismo de la indignación, de la queja, de las unanimidades tuiteras y la burla infinita al otro nada tiene que ver con una ciudadanía activa, crítica, insatisfecha, exigente y responsable.