Pablo Iglesias, en plan futurista, ha dicho que lo mismo Podemos se pega "una hostia bíblica", valoración muy guay de su deslocalización. Pero el paradigma de lo más grande y dantesco que pueda pasar en política, aparte de un Hitler, lo ha soltado en Londres Nick Farage, el loco que ha llevado a Gran Bretaña al desfiladero de los asuntos que suelen no tener retorno. El líder del ultraderechismo que pretende pasar por inofensivo se despide de la política profesional y argumenta que ha conseguido el orgasmo de su vida: llevar a sus súbditos al brexit. En los fascismos de corte tradicional el duce, el führer o el caudillo muere ajusticiado en la horca por la rebelión, se suicida en el búnker o cae fulminado por una agonía atravesada por sondas clínicas que lo convierten en un muñeco de trapo, pero nunca suele retirarse a la manera de Farage, con la obra incompleta, con un cirio montado de mil pares de golondrinos y sin ningún tribunal que le pueda pedir cuentas por sus embustes y por sus campañas xenófobas. Esto es el populismo 2.0, un cerebro enfermo que se adueña de un país, que deshidrata la estructura económica, que lo pone en situación de hecatombe, y que ahora saca el cortaúñas y la lima para irse al balneario a la vez que anuncia que él, en lo que se refiere a su basura, ha cumplido la misión especial, la más repelente. ¡Hay que joderse! Europa no va a tener más remedio que blindar su Bruselas del alma de estos especímenes. La democracia tiene que ponerse a prueba frente a la libertad todos los días, pero no está obligada a aceptar a individuos que se aprovechan de los derechos constitucionales para levantar el odio contra los inmigrantes. Farage ha dejado a Inglaterra acunada sobre una hostia bíblica y descomunal. Y ello da que pensar: primero, que semejante fuga posibilite una reflexión entre los que votaron al brexit; segundo, que la inconsistencia de sus propulsores lleve a la UE a tender la mano antes que a sacudir la vara de la intransigencia, y tercero, que hay bromas que terminan siendo reales.