La Provincia - Diario de Las Palmas

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Palabras en el Malpéis

El animal divino

Un día de caluroso verano meseteño, hace años, tuve la suerte de conocer a don Gustavo Bueno, el filósofo y profesor.

Un amigo común me invitó a compartir mesa y mantel con ambos en Casa Salvador aprovechando que el sabio catedrático se había trasladado hasta la Villa y Corte a cumplir con uno de esos debates televisivos que lo hicieron popular más allá de las aulas universitarias. El restaurante se encuentra en una esquina galdosiana de la calle madrileña de Barbieri, a punto de enredarse con el Chueca de banderías policromadas.

Ellos fueron los que me contaron que allí iba a comer Ava durante su estancia madrileña, repartiendo bambú y fuego, y doña María Félix. Nombres de mujeres que se deberían escribir siempre con mayúsculas: amantes de toreros, que ponían su vida en peligro por esas faldas, por esas cimas del deseo cinematográfico. A ambas les enloquecían aquellos machos vestidos de luces, amenazados siempre en su sexo por las astas de un animal.

Las paredes de Casa Salvador -un templo demoniaco para los antitaurinos- están llenas de faenas, taleguillas y suertes de espada en blanco y negro. Luis Miguel Dominguín, el padre del cantante, aparece templando el aire. El dictador Franco le preguntó una vez: "-¿Cuál de tus hermanos es el comunista?", y respondió: "-Todos, mi general". Aquí venía a comer con la Bosé, espectáculo de silente belleza mucho antes de que le diera por pintarse el pelo de azul. Y en mitad de aquel contubernio de perfección, una merluza acunada por clase de aceite y mimo.

Pepe Blázquez era el dueño. Por entonces se paseaba un rato entre las mesas de un local que fue de su tío y donde él mismo empezó de botones, buscando taxis y llevando comidas a los señoritos y artistas. Si lo templas en buena lid, dándole un pase largo y esperando la vuelta, igual te cuenta una anécdota graciosa de cuando Madrid era leyenda. Pepe era fijo del cariño a Belmonte, el genio, al que le llevaban a los niños para que los tocara. Es muy conocida aquella en la que al maestro le dijeron un día que para convertirse en leyenda sólo le faltaba morir en la plaza; él respondió con gracia del Sur: "Se hará lo que se pueda".

Parecía que se había detenido el tiempo en Casa Salvador, con camareros vestidos con chaquetilla blanca que sorteaban las mesas con la rutina de un ciego con lazarillo. Allí, en la que era la cocina del establecimiento, tuvo sus reales una casa de citas. Contaba una gacetilla periodística que a las tres y cuarto, con la puntualidad de quien sabe del negocio, ponían el disco de "Vamos a la cama/ que hay que descansar..." para que los clientes fueran despejando.

Don Gustavo, que acaba de fallecer a edad longeva, era un conversador de postín, egresado en esa sapiencia enciclopédica que uno debe suponer en un catedrático de letras. Había escapado del tomismo de sus profesores de la posguerra gracias a su insobornable ansia de saber. Y buena parte de la noche, quizás influenciado por la escenografía que colgaba de las paredes, la dedicó a ilustrarnos sobre cómo abordar la defensa o el desprecio a la tauromaquia desde un concepto filosófico.

En realidad era un deporte intelectual - el de auscultar empíricamente cualquier asunto que mereciese ser debatido- que aquel ilustre hombre aplicaba a casi todo en la vida. He de confesar que hasta entonces yo no lo había leído, más allá de alguna entrevista periodística con llamativo titular donde daba rienda suelta a su manía de cuestionar lo políticamente correcto. Viniendo de un hombre que había sido faro del marxismo peninsular, tenía su mérito.

Antes de irnos, y ante mi solicitud, don Gustavo me recomendó su obra El animal divino, un indispensable tratado sobre el origen de las religiones que terminé comprando y disfrutando. Nos confesó esa noche que hubiese preferido el gris y destartalado Madrid de María Félix -"esa mujer sí que merecía el título de animal divino", apuntó riendo en los postres- sólo por verla aparecer una noche abriendo la puerta de Casa Salvador. Entendimos entonces que en aquel insobornable sabio había hueco para una sinrazón vestida de mujer.

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