El término lo empleó por primera vez el añorado Juan Rodríguez Doreste en referencia a unos concejales que le estaban haciendo la vida imposible en un pleno de la corporación que por aquel entonces dirigía. Así que, ni corto ni perezoso, y con la elegancia que le distinguía, les espetó a la cara: "Cállense, coprófagos". Los aludidos, entre perplejos e ignorantes -y muy acreditadamente esto último-, se retiraron de la reunión buscando en la mirada del alcalde una aclaración, no tanto de lo ocurrido cuanto del palabro. "Coprófago" es el comemierda de allende los mares, el que, sin conocer ni dominar, habla y farfulla hasta la pampirolada. Un tipo despreciable que hoza en el barrizal, su lugar natural y en el que se desenvuelve con inusitado gracejo.

En el ambiente político actual los coprófagos están por doquier, tanto que al levantar una piedra se descubre el particular hociquear de las criaturas. La alusión de don Juan señalaba a unos ediles que obstinaban el debate hasta hacerlo imposible, fuera por necedad, fuera por la escasa voluntad de avenirse al diálogo y el entendimiento. Lo habitual, ahora y siempre, es que el comemierda patrio haga de la ignorancia la bandera de sus aspiraciones y del prejuicio y la manipulación un arte de difícil catalogación. Están distribuidos por todo el arco ideológico, pero proliferan sin rubor entre las bancadas de la izquierda trasnochada y crestuda.

Una reciente nota de prensa de Funcas, una entidad dedicada a la investigación social y de carácter independiente, ha venido a confirmar algunos datos que ya eran de dominio público, al menos para los que miran las cosas tal cual son y no con las anteojeras de lo ideológico. "España es el país de la UE que más inmigrantes nacionalizó entre 2009 y 2014", sentencia Focus on Spanish Society, el boletín que edita el mismo organismo, valiéndo-se de una amplia gama de referencias cruzadas entre las diversas naciones del continente y con origen en las estadísti-cas de Eurostat. Ello contrasta, de modo evidente, con las sentidas declaraciones de algunos representantes políticos que, lejos de elogiar el esfuerzo de los europeos por acoger al torrente migratorio, llegan a tirar piedras sobre su propio tejado, que también es el nuestro, no se olvide. Ejemplo de esta conducta es el de la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, que continuamente reitera su mensaje de que "Europa debería avergonzarse por el trato que da a los refugiados". Con las cifras en la mano, ella y el resto de la piara tendrían que revisar su opinión o, por lo menos, refrenar su molesta tendencia a la generalización.

El discurso del radicalismo progre y las rancias invectivas de los coprófagos populistas ennegrecen la estima nacional y tergiversan la verdad. En muchos casos, confunden lo que no es más que pura ideología, en sí legítima, con la realidad de las cosas. Por si fuera poco esto, no dudan en trasladar, allí donde se encuentren, su carga de prejuicios y falsedades, amén de apostrofar duramente al que no piense como ellos, en unas coordenadas -lo llaman "contexto"- que son tan difusas como su enfermiza manera de comprender el mundo. Debido a la crisis migratoria, Europa está sufriendo una serie de tensiones, que van in crescendo, y no sólo por la llegada masiva de refugiados, sino por los serios desafíos que supone para la cohesión social y la convivencia civil una oleada humana que porta consigo creencias y hábitos que pueden poner en peligro la identidad colectiva. En sólo un año, Alemania ha acogido casi un millón de inmigrantes, en una tarea titánica por dar cobijo a los necesitados, y muy pronto se ha puesto de manifiesto el conflicto, no menos que la ausencia de un orden regulador que posibilite una salida a la situación.

Las palabras de los comemierda abochornan a las administraciones nacionales, a los responsables de las instituciones de acogida, pero, sobre todo, a los europeos de a pie que no se sienten identificados, ni por instante, con el grueso de sus manifestaciones. En una ocasión, y no hace tanto tiempo de la anécdota, fui testigo de una charla sobre el arribo de los refugiados a las costas del Mediterráneo oriental, en la que se llamaba sarcásticamente "uniformados" a los efectivos militares que atendían, en los primeros momentos, a las familias que desembarcaban en la orilla. El sarcasmo precedía a una visión cruel de la acción de los cuerpos de seguridad y, con ella y por ella, de la de todos y cada uno de los hijos de la Vieja Europa: de meros oyentes pasábamos a ser culpables de la muerte de los inmigrantes en su atropellado tránsito ha-cia la libertad de Occidente. Al rato, una adolescente, que en un principio no reconocí, tan absorto que estaba en la maquinación del conferenciante, se me acercó: "Profe, ¿por qué habla así de los militares? No es justo. Mi padre está destinado en África y se dedica a la ayuda internacional". A duras penas, reprimía el llanto ante la sarta de mentiras e insultos que escuchaba y que, en sus oídos, presagiaban una herida emocional intensa, gratuitamente infligida por los agentes de la coprofagia nacional.

Decía Foucault que el intelectual debe "interrogar los postulados y sacudir los hábitos". ¿Será esa la razón por la que la izquierda está ensimismada y falta de argumentos? ¡Cuánta añoranza de la vieja política!

(*) Doctor en Historia y profesor de Filosofía