El nombre propio es la primera seña de identidad del ser humano, la que le identifica y le dota de entidad. Se trata de una realidad que se remonta al principio de los tiempos y constituye un identificador simbólico de la personalidad. Por ello, cuando conocemos a una persona, de entrada solemos preguntarle cómo se llama, al margen de cualquier otra consideración. El apellido, sin embargo, se hereda y ha estado ausente en numerosas culturas hasta la Edad Contemporánea.

Antes de proceder a la inscripción de un recién nacido, sus padres suelen atravesar un proceso de selección y, finalmente, de elección (al que, por cierto, tienen derecho) más o menos dilatado. No obstante, ese innegable ejercicio de su libertad está sujeto a algunos límites legales, con el fin de evitar que una decisión, en ocasiones, arbitraria o poco reflexiva, pueda afectar negativamente al futuro de la criatura. En esta concreta cuestión, la responsabilidad y el sentido común deben primar sobremanera, ya que decantarse por una mala opción puede condicionar al bebé de por vida. De lo contrario, será el juez, en beneficio del menor, el encargado de poner la cordura ante la extravagante decisión de los adultos. No obstante, algunas prohibiciones de antaño se han flexibilizado notablemente pero, en última instancia, será el criterio de la autoridad judicial el determinante a la hora de autorizar o no los nombres de pila objeto de conflicto.

Esta materia se regula en el artículo 54 de la Ley del Registro Civil y en el 192 de su Reglamento. En dichas normas se indica, por ejemplo, que no podrán consignarse más de un nombre compuesto ni más de dos simples, y que quedan prohibidos los nombres que, objetivamente, perjudiquen a su portador. Bien es cierto que, como dice el refrán, sobre gustos no hay nada escrito (recuérdese la reciente polémica del mediático niño Lobo), pero debería imponerse un mínimo de cabeza en orden a evitar consecuencias tan duraderas como poco deseadas.

En nuestro ordenamiento jurídico tampoco se admiten los diminutivos ni las variantes familiares y coloquiales que no hayan alcanzado sustantividad, los que hagan confusa la identificación y los que induzcan, en su conjunto, a error en cuanto al sexo. Asimismo, no puede imponerse al nacido el mismo nombre que ostente uno de sus hermanos (a no ser que aquel hubiera fallecido) ni su traducción usual a otra lengua. Lo que sí se permite es sustituir un nombre por su equivalente en cualquiera de las lenguas oficiales del Estado español, así como la elección de nombres de personajes históricos, mitológicos, legendarios, artísticos, geográficos o de fantasía, para cuya interpretación debe tenerse en cuenta la realidad social, cultural y política del país. Quedan igualmente prohibidos, por extravagantes, los nombres que, por sí mismos o en combinación con los apellidos, resulten contrarios al decoro de la persona. Contemplados individualmente no resultan chocantes o inconvenientes, pero juntos constituyen motivo de burla y escarnio para su portador. Me abstendré, por tanto, de transcribir cualquier ejemplo que, con toda seguridad, los lectores tendrán en mente.

Dejando a un lado los argumentos de corte legal, cabe también destacar la inconveniencia (por no llamarla crueldad) de someter a una persona desde la infancia a bregar con nombres ridículos de personajes literarios o televisivos de moda, o de allegados familiares o afectivos (el hermano muerto, la antigua novia) cuya elevada carga emocional no es positiva. En ese sentido, si los progenitores han demostrado carecer de un criterio apto a la hora de escoger un factor tan determinante en la vida de sus vástagos, existe la posibilidad legal de que estos modifiquen su nombre. Así, desde que cumplan dieciocho años, pueden instar el procedimiento establecido sin precisar del permiso parental. Lástima que, para esas alturas del partido, muchos de ellos ya habrán recorrido una larga travesía por el desierto de la mofa y la befa.

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