Se asume con cada vez más frecuencia que las democracias occidentales vienen sufriendo un prolongado proceso de decadencia y crisis. Lo que está sucediendo desde hace meses en la campaña electoral norteamericana -a punto ya de concluir- es uno de sus ejemplos más significativos y preocupantes, hasta el punto de que la carrera presidencial se ha convertido, en el país más poderoso del mundo, en una especie de disparatado Halloween. Pero la crisis se manifiesta también en otros países europeos, entre ellos España. Es en nuestro país donde las instituciones han sufrido uno de los más serios y graves deterioros.

La Justicia es uno de los tres pilares fundamentales del sistema democrático. Cumple una función básica en la separación de poderes, en los equilibrios, contrapesos y controles que hacen funcionar la democracia. Es un valor esencial para la convivencia social. Se percibe, sin embargo, y falta de razón no hay en esto, que los grandes partidos políticos han colonizado los máximos órganos judiciales. Y han provocado su pérdida de independencia, utilizando el Gobierno y el Parlamento para manipular, condicionar y seleccionar a los jueces encargados de dirigir el Consejo General del Poder Judicial y los principales tribunales del Estado. Esta ocupación política de la Justicia no sólo ha debilitado su independencia y neutralidad, también ha producido nefastos resultados que están afectando seriamente a la imagen que tienen los españoles de ella.

Los ciudadanos perciben que, en los últimos años, se han alcanzado en muchos casos cotas impensables en las que se mezcla la política con los negocios, la justicia y, a veces, algún poder mediático. Espectáculos sonrojantes a los que la opinión pública asiste con asombro y hasta estupor. Los niveles a los que se está llegando se hacen inaceptables para la salud democrática de cualquier país. Estos bochornosos incidentes lo único que ponen en evidencia es la profundidad de la crisis por la que atraviesa nuestro sistema judicial. Y que en Canarias han llegado a niveles extremos, que rozan lo esperpéntico e inaguantable: luchas internas entre jueces, grotescas intervenciones políticas, presiones de grupos de negocios, corruptelas de diversa índole y, por si no fuera poco, enredos sentimentales y asuntos personales que están convirtiendo las cuestiones judiciales en puro culebrón de líos jurídicos, políticos y económicos.

Por encima de todo ese ruido y despropósito solo aparece clara una cuestión: que en materia de Justicia hemos tocado fondo. Se hace urgente e imprescindible una reforma del sistema judicial español, cuyo relevante prestigio se deteriora a pasos acelerados ante los ciudadanos. La clave de esta reforma es, sin duda, devolver al Poder Judicial la independencia perdida y restablecer su dignidad ante la sociedad. Esta semana, la comisaria de Justicia europea, Vera Jourova, presentó el Cuadro de Indicadores de la Justicia en la Unión Europea, que califica a la Justicia española, de forma contundente y sin paliativos, como "poco eficiente, de escasa calidad y una de las menos independientes de Europa". El informe avisa también sobre los pocos recursos con que cuenta la Administración de Justicia en España y el escaso aprovechamiento de las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información, que causan la larga dilación de los procedimientos judiciales.

Un informe así debería avergonzarnos. Un país democrático y moderno no puede permitirse contar con un sistema judicial en estas condiciones. El deterioro ha llegado hasta tal punto que el murmullo crítico está dejando paso rápidamente al clamor. Y no solo es ante la falta de medios. Cada vez hay más jueces que denuncian la situación en la que trabajan. Y señalan a los grandes partidos por designar a sus simpatizantes para ocupar el Consejo General del Poder Judicial y los altos tribunales del Estado y acabar, así, con la independencia de la Justicia que consagra la Constitución.

Los partidos pueden tener su cuota de responsabilidad en este desgaste de credibilidad, independencia e imparcialidad de la Justicia, pero los magistrados tampoco pueden sentirse ajenos o indiferentes a una responsabilidad que también les toca cuando sobre todo en más de una ocasión, como se ha comprobado en las últimas semanas en Canarias, se han conocido conductas y actuaciones ajenas a la trascendental misión que tienen de mantener un comportamiento acorde con la integridad y honor de la función que desempeñan.

Parece increíble que algunos de ellos sean incapaces de percibir que con sus miserias, envidias, maniobras y perversiones -reveladas en los audios presentados por el empresario Miguel Ángel Ramírez y el juez Salvador Alba- se dinamita el general buen funcionamiento de la Administración de Justicia y se visualizan las tripas de una corrupta gestión que gangrena las normas básicas encaminadas a la necesidad de obtener el respeto y la confianza de quienes acuden a los tribunales.

¿No se están dando cuenta de que están perdiendo la consideración de la sociedad, que con sus maledicencias, chismes, favoritismos y mezquindades están comprometiendo la autoridad, independencia e igualdad que están obligados a mantener en sus decisiones judiciales, y que parecen vulnerables a presiones, indicaciones o solicitudes dirigidas a la tramitación o resolución de casos específicos? ¿Tan ciegos están? ¿Tan alejados de la realidad viven que incumplen con frivolidad un servicio que debe ser prestado con los más altos niveles de oportunidad, probidad, eficiencia, y calidad, y sobre todo respeto?

Los jueces decanos de toda España, reunidos la semana pasada en Málaga, han aprobado un informe y unas conclusiones tan contundentes como urgentes. Se denuncia el enorme número de aforados políticos que hay en España, la intolerable manipulación que se produce en los juicios por corrupción y la difusa regulación sobre el retorno a la vida judicial de los jueces que asuman cargos públicos, para que no quede contaminada su apariencia de imparcialidad. Sobre todo, piden respeto y dignidad para un pilar fundamental de una sociedad democrática avanzada. Está claro que esta solemne declaración va dirigida al Gobierno recién nombrado para exigirle que la reforma de la Justicia es tan prioritaria y urgente como la reforma de la educación y las reformas sociales que exige la sociedad española.

Una reforma que afecta no solo a la responsabilidad del poder político sino que también atañe a los jueces, incapaces siquiera todavía de disponer de un código ético o deontológico con los principios fundamentales de sus deberes, prohibiciones y exigencias destinado a lograr el máximo rendimiento y la mayor satisfacción de la sociedad a la que sirven en el servicio que prestan.

Los audios cuyo contenido se ha conocido en las últimas semanas en Canarias dejan en entredicho compromisos éticos que quienes están llamados a impartir justicia tienen que tener con la sociedad a la que se deben: han sido vulnerables a interferencias, con conductas que han generado sospechas y comportamientos, tanto en la vida privada como profesional, que han comprometido su autoridad, vulnerado el secreto y lealtad de los casos bajo su competencia y puesto en duda su buena fe. Se han mostrado imprudentes, locuaces, y débiles, aceptado regalos impropios, apartado o aferrado a casos en función de afinidades personales o intereses espurios y hablado en privado con las partes sobre estrategias y pruebas judiciales. Más que ciega la Justicia, en algunos casos judiciales en Canarias, está tuerta.