Convergían ayer loas mediáticas -dan incluso para un análisis periodístico dado lo inhabitual en torno a la figura de un político- y testimonios de afecto repartiéndose la caballerosidad y la bonhomía, además de las habilidades políticas, sobre la figura de Juan Carlos Alemán, miembro de la Audiencia de Cuentas de Canarias, un ex de tantos cargos públicos y de numerosas responsabilidades orgánicas en el Partido Socialista Canario-PSOE, al que han descubierto y reconocido cualidades que jalonaron su trayectoria pública.

Será un caso aislado pero, miren por dónde, se recoge lo que se siembra, aunque sea en la hora de la partida definitiva. Se corresponden esas apreciaciones con la auténtica personalidad de Alemán. Hasta el final de sus días anduvo con esa socarronería que caracterizaba la mayoría de las conversaciones, incluso las más serias. Cierto que no gestionó nunca áreas o competencias ejecutivas pero como si hubiera desplegado unos cursos de especialización. Acaso el secreto, nunca explicitado, era que escuchaba, que sabía escuchar y trazar puentes de empatía aunque el interlocutor estuviera en otras coordenadas. Lo hacía con todos, incluso los compañeros de formación política que abrazaba con gran dolor, por cierto, a medida que recibía espinas o sufría fisuras que tambaleaban los cimientos que tanto contribuyó a fortalecer o apuntalar en varias ocasiones.

Todo eso explica que numerosos compañeros y amigos, procedentes de todas las islas, vinieran a acompañarle y a dar el último adiós. Como los expresidentes y quienes oficiaron como alcaldes, portavoces parlamentarios o institucionales. Se ve que Alemán, con su modo de hacer, les había persuadido, más allá de la cortesía y del cumplimiento. Era un autonomista practicante, sobre todo después de haber timoneado no pocas tormentas. Ahí era cuando emergía el político curtido en mil batallas, el de las sólidas convicciones, el dirigente capaz de transmitir confianza y seguridad. En esos momentos, ejercía como un timonel experto, respetuoso con las formas y firme en lo esencial, con todas las consecuencias. Podría equivocarse, claro que sí, pero no se había inhibido ni arrugado. Y entonces, constatado el error, incursionaba otras vías. Y dialogaba, negociaba y transaba, hasta fijar acuerdos que luego él mismo se encargaba de fiscalizar.

Así era Alemán, el que elevaba al máximo el arte del posibilismo político. En las instituciones donde estuvo, atesoró respeto y coherencia. Curiosamente, extrapoló esas virtudes a la relación que labró con los medios de comunicación, ora con los redactores de a pie ora con sus ejecutivos. Así le acudían en tropel a sus ruedas de prensa: daba titulares seguro. Y así, ya en etapas avanzadas y sin responsabilidades orgánicas, filtraba una exclusiva o regalaba una información que igual servía para desmontar toda una trama.

Encima era buen orador. Lo han dicho cronistas parlamentarios que gozaron oyéndole en la tribuna o comentando las secuelas en el mismo tono de sorna con que se desenvolvía. Expresaba cosas sustantivas sin necesidad de artificialidades. Lo suyo eran los mensajes para estimular el tablero político. Ahí lucía su visión estratégica, acaso forjada en interminables sesiones de ejecutivas y comités deliberantes, donde siempre propició debates y contraste de criterios. Pero no fue un apparatchik, otra de las virtudes que cabe atribuirle.

De modo que Juan Carlos Alemán Santana, el político pragmático, astuto y prudente a la vez, audaz hasta los límites que él mismo establecía, respetado por empresarios, sindicalistas y agentes sociales, sensible con los más vulnerables, tolerante, deja la política canaria huérfana de unos valores muy necesarios para cualquier proceso de madurez aún por emprender. El socialismo también queda huérfano: forjar una persona así y proyectar su liderazgo no será nada fácil.