Me gustará ser tan inteligente como las damas y caballeros que comparan el triunfo electoral de Donald Trump con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca en 1980. Lo hacen para indicar que sin duda se producirán cambios, pero no un apocalipsis, y que dentro de unos años el rijoso y multimillonario estafador habrá sido metabolizado por la gran democracia estadounidense y tal. Fundamentalmente (nos cuentan) Trump se reclama como un proteccionista tradicional y la puñetera globalización impone, quieras o no, la libre circulación de dinero, mercancías y trabajadores. Algo similar ocurre con la inmigración irregular. La economía estadounidense necesita ese ejército laboral de reserva para trabajos mecánicos y mal pagados. El señor Trump, según todos estos supuestos, está condenado a suavizar sus posturas, a convertir sus arengas en murmullos, y, virtualmente, a enterrar todo su (llamémosle así) programa económico. Me gustaría, al menos, disponer de esta inteligencia analítica para creérmelo, pero me parece que no. Me parece que el trumpismo no va a licuarse como una contradicción escamosa en un conjunto de relaciones infinitamente amplias y complejas, sencillamente porque no es una patochada. Porque el trumpismo no es, en absoluto, una propuesta económica, sino una propuesta política y un armazón ideológico.

Después de numerosos tanteos en los últimos treinta años los republicanos ya saben como ganar: incitando al odio racial y al desprecio por las leyes y las instituciones democráticas, recuperando la admiración idolátrica por los muy ricos y el desprecio hacia cualquier política redistributiva, estimulando la desconfianza rencorosa hacia las minorías raciales y culturales que amenazan los rostros rubicundos, la misa dominical, los impuestos bajos y el pastel de manzana. Los blancos han votado en bloque como una minoría castigada mientras que negros y latinos (y esto TAMBIÉN es parte del legado de Obama) se han quedado en casa. Se han quedado en casa, pese a la explícita amenaza que supone Trump, desde luego, en parte, por un sistema electoral demasiado engorroroso y mediatizado por las élites políticas, pero también porque se ha extendido la percepción de que la capacidad reformista del sistema político virtualmente se ha agotado: basta ahora una doble mayoría republicana en ambas cámaras del Congreso y un presidente como Donald Trump para que las modestas reformas de Obama sean ani-quiladas. Cuando un canalla mentiroso, zafio e ignorante como Trump se convier-te en presidente de la primera potencia política y militar del globo, con la voluntad no de imponer un programa inviable, sino de mandar imperialmente durante los próximos ocho años, decir que no pasará nada, que no ocurrirá nada, que no estamos escuchando chirriar los goznes de la historia, es ser muy simpático y ocurrente, es tener una columna hecha mientras los demás se asfixian en la perplejidad, pero sobre todo es ser democrática y éticamente un gilipollas.