Una de las cosas más sorprendentes es ver cómo fluctúa el mundo educativo al vaivén de las modas pedagógicas. Lo confieso: en ocasiones, la sorpresa viene acompañada, las más de las veces, de una sensación de incertidumbre sobre lo que se pretende hacer, desde determinadas instancias, con la enseñanza. Sin embargo, lo último, lo que parece la solución definitiva a todos los males del sector es nada menos que la "educación del carácter". Una expresión heredada de la terminología anglosajona y que, por lo visto, está cautivando a los otrora defensores de la educación blanda. La pedagogía, y les prevengo sobre ello, es tan fascinante como acientífica. Ésta, precisamente, es una de sus principales carencias, pese a quien le pese. Pero, a lo que iba, se ha impuesto un nuevo modelo en la educación por el cual los alumnos han de forjar una determinación, como llamaba Napoleón a eso de tener carácter, y, en tal dirección, se están poniendo los mimbres para que, desde las escuelas y especialmente desde los institutos, los menores no sean hiperprotegidos en sus acciones y menos aún en su desarrollo académico. Por extraño que les parezca, somos legión los profesionales de la enseñanza que llevamos haciendo realidad esto que ahora, y con inusitada alegría, se intenta aprontar. Paso a narrar dos experiencias, una de los años duros en la docencia y la ulterior de apenas un par de meses, justo al inicio de este curso, a través de las cuales se puede valorar tanto el nocivo impacto de la educación blanda como la necesidad de lo opuesto, esto es, que el propio alumno sea capaz de tomar y afrontar sus propias decisiones sin esperar a lo que resuelvan otros sobre su conducta y juicio.

En mi primer encuentro con el mundo de la enseñanza, al igual que el resto de mis compañeros, para qué nos vamos a engañar, tuve que lidiar con algunos chicos conflictivos, disruptivos en grado extremo, y aprendí una lección que siempre tengo presente al entrar en el aula. El bagaje al que me refiero es que, por lo regular, el alumno que se aparta de la regla es porque, de alguna manera, busca protección, y no sólo atención como se suele pensar. Uno les escuchaba, se preocupaba por su situación, pero sabía, en el fondo, que la realidad no tardaría en darles lo que la educación blanda les había impedido recibir. Al cabo de un par de años, me los volví a tropezar en la calle y, tras la preceptiva salutación, enseguida fui objeto de la confesión de sus problemas en el campo laboral. Ambos, y tan cierto como que amanece, se mostraron indignados por el trato dispensado por sus empleadores, y ambos dieron idéntica respuesta a lo que entendían como el peor ultraje. Hice un enorme esfuerzo para que el semblante no reflejara lo que por dentro sentía al oír sus historias. Tanto el uno como el otro habían dado una severa paliza a los pobres patronos por un hecho tan simple como habitual, el querer conocer su disponibilidad y ánimo para sobrellevar las tareas encomendadas. En este punto, el que llevaba la voz cantante me explicó que el canalla -empleó otro vocablo que no me atrevo a repetir- le había ordenado hacer varias cosas a la vez y sin tiempo para pensarlas. El empresario quería forzar al joven y comprobar así su aguante y, a tal fin, le sometía a una continua prueba. Sin embargo, los chicos, educados en la profusión de los derechos antes que en los correspondientes deberes, ni tan siquiera fueron más allá de la indignación. Lo curioso es que esperaban que uno refrendara su comportamiento y, al no obtener la recompensa, poco a poco, se distanciaron del que fuera su profesor. Tras décadas de enseñanza, ni por un instante me arrepiento de haberles afeado su conducta, más bien todo lo contrario.

La otra experiencia ocurrió estando de guardia en el centro. Al ausentarse un profesor, hube de desplazarme hacia el aula de un grupo de Primero de la ESO. Al poco de llegar, veo que una alumna solloza y que los gruesos lagrimones le caen por la cara hasta rebotar contra el pupitre. Después de una breve indagación, callo calculadamente. En menos de un minuto, se presentan ante mí tres o cuatro compañeros: "¿No va a hacer nada, profe?". "No, tiene que aprender a ser fuerte". La respuesta los dejó estupefactos, tanto que, al momento, se hizo el silencio y la niña cesó en su llanto. Tan fácil como efectivo. Todos aprendieron que cada cosa tiene su importancia y que el primero que ha de controlar las consecuencias de sus actos es uno mismo. Por supuesto, esto es una muestra de la mal llamada "educación del carácter", algo tan especial y particular que, como ya digo, la mayor parte de la profesión docente lo lleva realizando desde tiempos inmemoriales, aunque haya recibido nombres de lo más dispar. La conclusión a nadie se le escapa y es la que un servidor lleva repitiendo desde que asomase a estas páginas: el sentido común, el que tanto denigran los pedagogos de pacotilla, es el que ha de gobernar la educación, y, de modo singular, la de los menores. Con lo de la moda del carácter, parece que, de nuevo, se está descubriendo la Mar Océana, tras tanto dar tumbos de un lado para el otro en la ciencia pedagógica. Qué quieren que les diga: bienvenido sea el reencuentro con la sensatez y el buen juicio de las cosas.

(*) Doctor en Historia y Profesor de Filosofía