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CRÓNICAS GALANTES

Imperio solo hay uno (por ahora)

El teléfono que más se vendía en China hasta hace poco era el iPhone, de patente norteamericana y fabricación pequinesa, como casi todo. Ya no. Los chinos, que son muchísimos, compran ahora como locos el Oppo R9, modelo autóctono del que no hay gran noticia en Occidente. Por el momento.

Sorprende que el móvil de mayor venta en la República Popular y cuarto en el mundo apenas sea conocido fuera de su principal mercado. En esto se conoce que el Lejano Oriente sigue siendo tan misterioso como lo pintaban los primeros viajeros que se adentraron por la ruta de la seda. También influye la tradicional discreción de los chinos, que se parecen todos a Rajoy y nunca dan pistas de lo que están haciendo.

Fabrican, un suponer, sofisticados trenes bala para uso interno que ya han comenzado a desparramar por África; pero también compiten en la facturación de ordenadores, tabletas, telefonillos y demás cacharrería electrónica. Atrás quedan los tiempos en que se limitaban a poner las fábricas y los trabajadores low cost para abastecer al mundo de ropa a bajo precio y productos de bazar. Ahora son también el mayor mercado del mundo (para los telefonillos, por ejemplo).

Los chinos ya eran multitud inabarcable en tiempos de Mao, aunque eso daba entonces igual. Malamente les alcanzaba el dinero para la comida y mucho menos aún para pijadas capitalistas como ese aparato que en América llaman celular.

Por fortuna para ellos y para los negocios en general, la conversión del antiguo régimen de Mao al capitalismo ha ido creando un enorme y creciente mercado de consumidores. Todo el mundo -excepto Donald Trump, que no se entera- quiere pescar en ese caladero de clientes.

Lo que tal vez no esperasen las empresas americanas y europeas que hacen allá sus buenos business es la competencia que tan rápidamente les han opuesto los empresarios chinos. La derrota del iPhone a manos del Oppo es toda una señal de que esta batalla del comercio va a ser larga y de incierto desenlace.

Otra cosa -y bien distinta- es que China pueda presentar ya su candidatura al relevo de Estados Unidos como fuerza imperial del siglo XXI. Aunque muy crecido de PIB, el gigante chino carece todavía de los rasgos que definen a un imperio como Dios manda. Al país que inventó la pólvora le falta aún la capacidad de idear su propia tecnología y, sobre todo, la habilidad para exportar su modo de vida al mundo.

La difusión del American way of life como patrón cultural de conducta le sigue perteneciendo a Norteamérica, pese a percances transitorios como el de Trump.

Los yanquis ejercen con soltura el papel de nueva Roma. Además de inventar casi todos los artilugios que impulsaron la actual revolución tecnológica, han convertido el inglés en una lengua franca comparable a lo que en su día fue el latín. Con Hollywood y las series televisivas crearon, además, un imaginario colectivo que trasciende sus fronteras. Y ya casi resulta anecdótico que nos hayan uniformado a todos con sus vaqueros, sus hamburgueserías y sus disneylandias.

A los chinos, multitudinarios y pragmáticos, les queda un largo camino por recorrer para el regreso a los viejos días imperiales, pero lo cierto es que van dando pasos. De momento ya han derrotado con sus productos locales a una leyenda de la modernidad como el iPhone. La batalla no ha hecho sino empezar. Aunque imperios, como madres, no haya más que uno por el momento.

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