La vieja costumbre de los responsables políticos de decidir si sus acciones son graves o intrascendentes, no digamos si son legales o delictivas, sigue teniendo un largo recorrido, aunque expresa una sinvergüencería excepcional. El partido en conjunto o el político en concreto disponen de muchas maneras de negar, deformar o maquillar la evidencia, pero quizás ninguna tan repugnante como arrogarse la facultad de decidir lo que ha ocurrido y de proclamar serenamente (por supuesto) su nula responsabilidad en el asunto. El Tribunal Supremo ha decidido procesar a Casimiro Curbelo por las amenazas y agresiones que presuntamente dirigió, en compañía de su hijo, a varios agentes de la Policía Nacional en 2011 y que le costaron el veto de la dirección federal a presentarse de nuevo al Senado. Ya se sabe lo ocurrido posteriormente: Curbelo abandonó el PSOE, creó otro partido a su medida y arrasó en las elecciones de 2015: consiguió tres de los cuatro diputados de La Gomera y reforzó su mayoría absoluta en el Cabildo. Al conocer su procesamiento, Curbelo apenas ha pestañeado. Los ciudadanos pueden estar tranquilos. No ocurrirá nada. Es un asunto menor.

No. Que el Tribunal Supremo procese a un político en ejercicio no es un asunto menor. No se trata ya de un juzgado de primera instancia. Habrá que repetir la obviedad hasta que sangre: en cualquier país democráticamente civilizado un político al que el Tribunal Supremo -o su equivalente- decide procesar es un político que se ve abocado a dimitir inmediatamente, con independencia de la sentencia judicial final. La aseveración del responsable público según la cual no merece siquiera hablar de un hecho tan irrelevante no resulta siquiera tolerable. Es como si el autor de una supuesta estafa millonaria garantizara que su procesamiento se reduce a una anécdota; poco más o menos, lo afirmado bajo diversas versiones por corruptos y corruptores en la trama Gürtel. Este cinismo pringoso y despreciable debería encontrar como respuesta el repudio social y el rigor periodístico: preguntarle al señor Curbelo, por ejemplo, en virtud de qué principio político, jurídico o ético considera que puede absolverse a sí mismo y esbozar una sonrisa beatífica cuando se te va a procesar por insultar, amenazar y golpear (presuntamente) a varios policías en la puerta de una comisaría. Y eso después de una gresca (es una presunción) que causó varios desperfectos en una sauna, es decir, en un delicado y vaporoso prostíbulo, bendecido por la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo del Senado.

Curbelo no es precisamente tonto. Si opta por ese enroque y no piensa ni por un segundo en abandonar su reino de taifa es porque sabe bien, muy bien, que negarse a dimitir no le supondrá ningún coste electoral. Ninguno. Todo el mundo pudo leer -incluso en La Gomera- las informaciones sobre el escandaloso incidente madrileño, al igual que todo el mundo conoció -especialmente en La Gomera- las acusaciones de la investigación policial sustanciada en el sumario del llamado caso Telaraña, momentáneamente archivado. Y sin embargo se votó a Curbelo más que con amor, con frenesí, y desembarcado de nuevo en el Parlamento, el astuto constructor de un neocaciquismo entre corleonista y socialdemócrata promete a sus electores que, gracias a sus tres votos de oro en la Cámara regional, hasta las cabras tendrán jacuzzi en La Gomera. Y así votan los gomeros. Como cabras. Como cabras agradecidas por favores reales o imaginarios. Más o menos como en todas partes.