Hace unas semanas Óscar Bergasa contaba que se había encontrado a lo largo de su dilatada trayectoria con ministros que exhibían una ignorancia más que irritante sobre Canarias, y que quizás (añado como hipótesis de trabajo propia) hasta desconocían el lugar geográfico de las Islas. No es que creyesen que en el Archipiélago se acababa el mar y que los navegantes podían caer en un agujero dantesco si se atrevían a seguir en ruta hasta el fin del mundo. Más bien les costaba razonar (y reflexionar) sobre un enclave que aparecía de forma surreal recuadrado al lado de Baleares, en lo que podía ser calificado como la construcción de un muro gráfico, o bien en la ultraperifericidad del norte de África, o simplemente no aparecía en los mapas. Esta desconexión con la tierra indómita, que aparecía y desaparecía, al mejor estilo samborondiano, era generalizable al conjunto peninsular, y motivo de confusión y despiste entre el alumnado local. Este acervo de inquietud geográfica, lejos de extinguirse, se refleja todavía en libros de texto y en algún que otro mapa de la UE, según la senadora de Nueva Canarias (NC) María José López, que exige al Gobierno de la nación que tome medidas al respecto sobre este baile de San Vito. Entre las razones de esta inercia a proceder de una vez por todas a una corrección definitiva, me atrevo a hacer un gárgara y a apostar después por la implicación del cartógrafo funcionario por aunar las posesiones insulares lo más cerca posible de España, en indirecta más que sigilosa al monarca alauita que pone a las Islas bajo su redil fronterizo. Seguro que la teoría me la destroza con cuchillo de cortar sushi cualquier diplomático, pero, aún así, expongo la fugaz idea para adherirme al deseo de que nos sitúen ya en un lugar y que no nos lleven de un lado para otro, ilocalizables en el mar.