El beso entre Pablo Iglesias e Irene Montero, captado durante un respiro de la actividad parlamentaria, nos conecta de inmediato con la certeza de que el Congreso de los Diputados ha sufrido un tornado estético y generacional que nos aleja, definitivamente, de la transición de Suárez, Alberti, Carrillo o La Pasionaria; de la chaqueta de pana de González; de los ministros socialistas de la beautiful people; del bigote y las cejas de Aznar; de un Zapatero arrasado por la crisis... Podría seguir con todos los de antes que tuvieron que dimitir o que ardieron con la corrupción, pero prefiero referirme al peinado rasta de su señoría Alberto Rodríguez, que tanto contrasta (recuerden su mirada de perplejidad la primera vez que lo vio) con el aire mostrenco de Mariano Rajoy. Sin entrar en el horizonte de las rivalidades o en la derrota de Iñigo Errejón el transversal, el ósculo entre los Bonnie and Clyde de Podemos encierra el mejor pulverizador sobre el desembarco de otros estilos y la jubilación de algunos ya anacrónicos, o la ridiculez de otros que han alcanzado tal categoría por su empeño en resistir. Pillar a la pareja más política morreándose en la barra de una cervecería se acerca muchísimo al parricidio de los fundadores de la democracia: hemos llegado nosotros, y a la vez que la churrería judicial no para de despachar sentencias contra corruptos, mostramos a los españoles que hay otra forma de hacer política, de vivir de ella, de digerir el escaño, de utilizar el privilegio de la representación pública, de renunciar a vicios muy antiguos. Gobierna un partido conservador, pero la transformación del ecosistema político, la concepción que teníamos de los que lograban el puesto tras unas elecciones, empieza a girar. Bastantes del ancien intentarán por todos los medios atribuirles los mismos errores que ellos cometieron.
