Somos dioses? Por supuesto que no, aunque alguno cometa el error de creerlo. Y es que esta no es la auténtica cuestión, sino cómo son los dioses. ¿Acaso son tan distintos a nosotros?

Ciertamente, en el Renacimiento se produjo un renovado y singular interés por la mitología clásica, que se percibió como un medio pleno de valor simbólico y estético, como una materia dúctil especialmente indicada para reflejar y tratar distintas cuestiones, que van desde la naturaleza de los sentimientos, las pasiones y las virtudes del ser humano, hasta la divulgación de forma alegórica de todo tipo de posiciones e ideas morales, religiosas, filosóficas, políticas y científicas, entre otras posibilidades. Esto va a hacer que los artistas y los escritores del momento aporten a los mitos antiguos una savia y un brillo nuevos y que potencien sus rasgos, como es el caso de su hermosura y su capacidad de evocar, todo ello dentro de un proceso ideológico y creativo de particular relevancia. Es a este proceso de adaptación y reelaboración de los mitos del clasicismo al que me acerco en este artículo.

Veremos que, con el Renacimiento inglés y autores como Sidney y Shakespeare, las cosas son distintas. Sobre todo, porque estamos ante una literatura en la que, siendo conscientes de que no se puede menospreciar la existencia de distintas categorías dentro del mundo clásico, se presta atención a los grandes dioses, mostrándolos, en algunas situaciones, con imperfecciones o como diferentes. En realidad, el mito se ajusta perfectamente al contexto de la obra. Es decir, las alusiones mitológicas se manejan o se presentan de manera diferente según sean las posiciones del autor en cada momento. Por lo que, sin duda, la ambivalencia es central en la mitología isabelina. De ahí que, durante el Renacimiento, especialmente en la poesía inglesa, las deidades del mundo clásico surgen de un proceso de invención antropomórfico y exhiben las bajezas, las pasiones, las frustraciones y los sufrimientos de los hombres.

Estamos, sin duda, ante un periodo en el que la información mitológica es particularmente amplia y diversificada, canalizándose a través de distintos tipos de fuentes. Y, junto a esto, hay que tener presente el profundo respeto y la clara imitación que los escritores renacentistas hacen de los autores clásicos. En este sentido, es especialmente relevante la primera Arcadia de Sidney y ello porque nos conduce a referencias mitológicas variadas, que proceden de las Églogas y la Eneida de Virgilio, distintos pasajes de Platón, la Teogonía de Hesiodo, la Ilíada y la Odisea de Homero, y las Metamorfosis de Apuleyo; aunque, sobre todo, la Metamorfosis de Ovidio ocupa un lugar primordial.

El Renacimiento inglés es novedoso en la adaptación de los mitos, y se convierte en fuente de múltiples interpretaciones y clara evocación a los clásicos. Es decir, la utilización del material mitológico en la literatura de esta etapa se va a producir en el marco de una actitud particular por parte de los autores. De este modo, nos encontramos con mundos literarios brillantemente creados y dotados de una estructura original, cuyos objetivos son enseñar, deleitar y emocionar.

En cuanto a la manera de servirse del mito, se dan dos formas claramente diferenciadas. En una de ellas el mito constituye el cuerpo central de la obra y el autor lo elige y lo recrea por su belleza, por las posibilidades que ofrece para la creación y por su capacidad de evocar y sugerir. Pero, lo más común es que la mitología no aparezca como el motivo temático central y único de la obra, sino que se utilice en forma de apuntes o detalles que tienen como objetivo ilustrar, completar y enriquecer de manera puntual. De este modo, cuando se utiliza así, el mito funciona como una especie de espejo o fondo escénico de carácter efímero al que el autor recurre cuando lo estima oportuno para proyectar en él los asuntos y los motivos que se describen en sus creaciones. Este segundo uso de los mitos clásicos en las letras del Renacimiento es el que centró mi atención. De manera que me ha llevado a la convicción de que el mito está a disposición del relato.

Junto a esto, se añade a la mezcla de elementos clásicos, italianos y españoles un estilo muy pulido y el propio celo moral. A este respecto, conviene aclarar que no solo se nos aporta una propia visión, sino que se nos advierte; se nos previene; somos cómplices de muchas transformaciones; se nos sugiere que la felicidad de la mente, una vez alcanzada, aleja toda miseria; se nos explica que no hay mejor placer entre dos amigos que el relato mutuo de sus penas y alegrías. En este sentido, estoy plenamente de acuerdo con Erwin Panofsky cuando afirma que la distancia creada por el Renacimiento despojó a la Antigüedad de realidad.

El mundo clásico dejó de ser posesión y amenaza a la vez, para convertirse en objeto de una nostalgia apasionada. Para gran parte de los isabelinos la vida era dura y monótona, y por lo tanto disfrutaron con la idealización del pasado. Como Spenser, Shakespeare y Sidney crearon un mundo de sueños, un mundo de hadas de la belleza, un lugar lleno de los más altos principios, la cortesía más caballeresca y las más bellas damas. Es ahora en el Renacimiento cuando, a diferencia de la Utopía de Tomás Moro, nos encontramos con la Arcadia como un espacio aún no corrompido.

Y todo ello me lleva al punto de partida que no es otro que el hecho de que el mito está a disposición del relato porque los autores renacentistas, Sidney o Shakespeare, Shakespeare o Sidney, entre otros, son ambivalentes, enriquecen el icono, inventan, quieren enfatizar, aportar comicidad a la escena, y magnifican. ¿Cómo? Respetando en unas ocasiones el mito clásico, y en otras haciendo uso del mismo con el claro objeto de mostrar (incluso censurar) la realidad. Por tanto, la mitología es un elemento que completa y permite alcanzar esa meta, porque el poeta tiene en sus manos la facultad de moralizar. Así es la mitología grecolatina y así se puede servir el poeta del material mitológico. Estamos, sin duda, ante la libertad creadora del poeta isabelino que tiene la posibilidad de incorporar frutos de su propia cosecha.

En definitiva, Shakespeare y Sidney son hijos de una época caracterizada por la concurrencia de ideas diversas y en no pocos casos antagónicas, un hecho que produce en los autores una imagen mental lejana de la homogeneidad. De ahí que reflejen las peculiaridades, tensiones y contradicciones de este momento histórico y cultural. Todo ello les ha permitido "tratar" a las deidades y a las distintas criaturas para mostrar semejanzas tan "humanas" como que los dioses revelan sentimientos. Porque quiere que entendamos que los dioses no son tan diferentes a los mortales; lo que me lleva a entender que nuestra inconstancia y variabilidad también es propia de las deidades. Es más, puedo afirmar que sujetos a las mismas pasiones y debilidades que los mortales, las divinidades se complacen en intervenir constantemente en los asuntos humanos, a veces de forma caprichosa. Si bien, lo más importante es tener presente que todo reside en lo que asemeja a unos y a otros: esa inconstancia y debilidad pasional. Fragilidad con la que "envenenamos" a esos dioses. Y es que la pasión es una parte ineludible de la condición humana; es el agente psicológico a través del cual la fortuna opera para producir división y descontento.

¿Somos dioses? Por supuesto que no. Somos maravillosamente imperfectos. La diferencia es que ahora tenemos un poco más claro que las deidades tampoco alcanzan la perfección. Y ahí reside parte de la vigencia de autores como Shakespeare. El atraer a los dioses hacia nosotros, acércalos, y no nosotros a ellos. Quién no se consuela es porque no quiere.