La Provincia - Diario de Las Palmas

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AULA SIN MUROS

Lejos del mundanal ruido

En la oda que lleva el título de este artículo Fray Luis de León invitaba a huir de los placeres terrenales y retirarse a la vida contemplativa lejos de la efímera vida de la corte y bullicio de las ciudades. Lo hacían monjes y monjas que practicaban, a raja tabla, la máxima de San Benito escrita, como epígrafe, en el refectorio o paredes de los monasterios, de ora et labora. Siglos antes el poeta latino Quinto Horacio se inspiró en la campiña que contemplaba en sus viajes desde Roma a Mantua, a través de la Vía Apia, para sus odas Carpe diem y Beatus Ille, por las que fue un adelantado en promover la vida tranquila en los campos lejos de la aglomeración, el ruido, el olor nauseabundo y la suciedad de la Roma de su tiempo. Se podría decir un adelantado ecologista.

A primera vista nada de estas bondades de dos poetas, con idearios y fines distintos, de disfrute de la paz y el silencio solo alterado por el canto de los pájaros, las ranas al atardecer y el arado de los campesinos roturando la tierra parece inspirar a políticos de distinto signo y hábitat cuando apuestan e intentan promover porque la gente abandone las ciudades y traslade su residencia habitual a las zonas rurales. Los modernos urbanitas centran sus intereses, gustos, amistades, trabajos y diversiones en la ciudad y afirman que lo de vivir en los campos está para los pájaros. A lo mejor no saben que en la década de los años cincuenta se produjo una verdadera diáspora del campo a la ciudad porque las tierras no daban sino trabajos y que se creó un estereotipo del que se quedó para cultivar papas y millo, recoger fruta del tiempo, ordeñar leche y llevarla a las carreteras como hombre rudo, poco civilizado al que llamaban "maúro" o boyero. Pues bien, a lugares donde se pueden ver centenares de fanegas de tierra, no en barbecho, sino hoy baldías y a las casas solariegas de tejado a dos aguas son a las que, reformadas, intentan gobiernos de diferente signo y nivel hacer que vuelva la gente para convertirlas en formas de vida permanente. Se trata, un poco, de intentar que la gente apueste por aquellas casas o "arrimos" de campo que se han ido abandonando por aquello de que "solo sirven para dar más trabajo a las mujeres" y "ya los hijos son grandes". Para ilustrarlo basten dos ejemplos tan distantes en situación en el mapa y cultura como el Gobierno japonés, que concede 30.000 euros a aquellas familias dispuestas a abandonar las ciudades y trasladarse a vivir a los pueblos. Por su parte el Gobierno de Canarias, preocupado por la alarmante despoblación de pueblos como Artenara, Tejeda o El Tanque, propone dos soluciones, con una intención mucho más pragmática y si se quiere prosaica que las de Fray Luis de León u Horacio: unificar servicios en municipios mancomunados y bonificar con viviendas y subvenciones a las parejas que, con más de dos hijos, estén dispuestas a empadronarse, no solo para votar y pagar menos impuestos, en los pueblos de donde, quizá, procedan sus raíces.

Nunca es tarde si la dicha es buena para rectificar errores cometidos en un pasado no muy lejano donde cada alcalde o alcaldesa cortaba una cinta de inauguración de su propio centro deportivo con piscina o auditorio cuando el construido se encontraba a no más de cinco o diez kilómetros de distancia y al que casi se podía llegar andando. Si las propuestas de ambos gobiernos se hicieran realidad y cundiera el ejemplo en otras latitudes, además de resolver el problema de un hormigueo humano, anónimo, en ciudades cada vez más inhóspitas puede que los hijos tengan la oportunidad de volver a contemplar, tal que, quizá, sus abuelos o padres, en vivo y no virtual, cómo un pájaro alimenta a sus crías en el nido o una gatita lame a sus hijos recién nacidos en un pajar. Experiencias y aprendizajes de vida natural. Y no como ocurre, a menudo, que un niño pequeño acostumbrado a vivir en viviendas tan asépticas, como las acristaladas de grandes moles en grandes ciudades, confunden a una cuca con un grillo o ven una intrusa mosca que revolotea encima de la mesa del comedor y exclaman, con asombro: "Mira, mamá, un bicho".

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