Los radioaficionados hacen una labor extraordinaria, poco conocida y no valorada. Ello se debe a que su entorno es casero; no es como el artista que expone su obra, el escritor que publica sus libros o el deportista que individual o colectivamente brilla en cualquier faceta del deporte. Lo que hace no trasciende, es íntimo, personal, no va más allá de su familia y casi siempre es dedicación nocturna. Es tremendamente anónima y ejemplar por su entrega total.

Recuerdo que hace años, y siendo presidente del Cabildo de Gran Canaria Fernando Jiménez, se rompieron unos cables telefónicos submarinos que conectaban esta isla con Lanzarote y Fuerteventura. El aislamiento era total. Se le ocurrió a Fernando mandar los avisos más urgentes y prioritarios por medio de palomas mensajeras, ya que él era algo palomero. La intención era buena, pero disparatada, entre otras cosas porque no había palomas suficientes para tanto posible tráfico ni garantías de su arribada y retorno después de un largo descanso.

Los radioaficionados se ofrecieron inmediatamente a servir de enlace con los compañeros de ambas islas. No recuerdo cómo acabó el suceso pero sí que no duró mucho pues a los tres días llegó un cablero que reparó la avería por las inmediaciones de San Cristóbal, donde el fondeo de un barco había roto los cables. Lo que se debe valorar es la buena y efectiva disposición al usar un medio que no siendo habitual puede solucionar graves situaciones y emergencias.

Hace unos seis años, 1993, la esposa de mi hermano Federico se había encontrado con un amigo médico, especialista del corazón, con una cara muy triste; al inquirir por su aspecto desangelado, le contó la causa.

Su compañero de profesión, y creo que internista, doctor Hasan Basan, estaba muy grave en el Hospital Insular del que además era médico. Había ido de vacaciones a su país natal, Siria, y había regresado con una amibiasis intestinal. Al parecer él mismo se había diagnosticado su propia enfermedad que, con posterioridad, fue confirmada por otros compañeros. Todos los tratamientos más conocidos y al uso para este tipo de enfermedad, muy común en países del tercer mundo e Hispanoamérica, habían fracasado rotundamente. La impotencia ante lo inevitable tenía a todos sus colegas sobre ascuas y como es lógico, no podían disimular su contrariedad ante el compañero que se les iba y que gozaba de bien merecida fama por su extraordinaria competencia profesional ganada brillantemente en la universidad de Sevilla donde había estudiado la carrera.

Ante el nulo resultado de la medicación aplicada, se decidieron a la desesperada por recetarle emetina, medicina que tenia contraindicaciones cardiovasculares pero que, haciéndole un seguimiento muy puntual y constante, podían retirarla a la menor indicación adversa o aviso del corazón.

Esta medicina, había sido retirada del mercado unos años antes precisamente por sus inconvenientes cardiacos; curaba por un lado de forma muy efectiva, pero se descubrió que podía matar por el otro con la misma efectividad.

Pensaron, muy acertadamente, que si de todas formas el final iba a ser la muerte, había que correr ese riesgo, hacer lo imposible por salvarlo, algo en lo que el enfermo estaba totalmente de acuerdo con sus compañeros.

El problema que se planteó inmediatamente, era que la dichosa emetína no se encontraba en ningún sitio del mundo. Por otro lado y dada sus peculiares características y peligro en su uso, solamente existía en los hospitales y no en farmacia alguna. Como es lógico en estos casos, se avisó a todos los hospitales del mundo con urgencia; pero la medicina no aparecía.

A mi cuñada Jane, se le iluminó la mente y le dijo que por qué no hablaba conmigo, que era radioaficionado, y que a lo mejor la podía conseguir en algún sitio. Juan, que así se llama su amigo médico, optó por hacer esta última gestión sin mucha confianza en el resultado de la misma, pero de perdidos al río.

Puesto ambos en contacto y una vez explicado todo el tema anteriormente apuntado, empecé inmediatamente a hacer una "llamada general de medicamento urgente". Ese día no hubo Rueda de los Navegantes, lo pospusimos todo en auxilio de ese médico en situación extrema, pero todos los navegantes seguían con gran interés el tráfico y las gestiones que se iban realizando en diferentes países como si el paciente fuera otro compañero más del mar.

Inmediatamente empezaron a aparecer médicos y sanitarios radioaficionados que con gran diligencia comenzaron a rebuscar en lo más recóndito de sus respectivos países la puñetera emetina. El resultado fue nulo; no había forma de encontrar nada. Se avisó a defensa civil de todos los países desde el río Grande hasta la Patagonia, pero la intensa y desmelenada búsqueda no fructificaba. El cansancio y la desesperación se iban apoderando de todos, especialmente de mí, pues a las tres de la mañana estábamos como al principio.

No desesperé y apliqué el lema de nuestra querida Legión; "lo difícil lo hacemos fácil, lo imposible posible y para los milagros tardamos un poco más".

Seguí intentándolo pues, dada la diferencia horaria con América, había la posibilidad de que se incorporara más gente a la radio que aún podían estar en sus ocupaciones y, por tanto, no tenían conocimiento del tema. Sobre todo, de centroamérica.

Sobre las cuatro de la mañana de un día que no recuerdo, del mes de octubre de 1993, oí la voz de un compañero que me llamaba desde Panamá; se identificó como Julio García Pinal, con indicativo HP8AJN, en el poblado de Aguadulce, en plena selva panameña y para más datos ¡gallego! afincado por muchos años en aquella tierra. Había llegado tarde a la radio por razones de trabajo y había escuchado una de mis desesperantes y últimas llamadas en demanda de la medicina citada.

Sin decirme nada, se había ido a la botica de aquel villorrio y en la última estantería, perdida entre el polvo que cubría un montón de medicinas inservibles, retiradas o caducas, había una caja de emetina con unas veinte ampollas si mal no recuerdo. "Tengo la caja en mis manos, dime ahora como la hago llegar hasta Las Palmas".

Ante mi incredulidad por haber encontrado esa medicina en una farmacia, cosa prohibida en Europa, me contestó que Europa es Europa y Panamá otra cosa; las normas no son las mismas y las necesidades y carencias de hospitales próximos, hacían viable el que allí la hubiera en cualquier lugar sin muchas exigencias sanitarias. No convencido aún de que fuera cierto, le pedí su teléfono para confirmarlo, pues barruntaba que podía tratarse de una broma de muy mal gusto. Me lo dio, hablé con él inmediatamente, ofreció toda clase de detalles y remachó que era gallego; esto ya fue la mejor certificación de su honorabilidad.

Para agilizar el urgente envío, me puse en contacto con mi vecino y comandante de Iberia, Joaquín Valverde, que hizo las oportunas gestiones para averiguar la forma y manera de entregarlo en la oficina de Iberia en Panamá City. Urgente llamada de Joaquín a Iberia en Madrid, explicación exhaustiva de la causa del envío, colaboración magnifica, completa y generosa de nuestra compañía de bandera y detalles de a quien había que entregar la medicina para su envío a España.

Avisado nuestro compañero en Panamá de las gestiones realizadas, le dimos instrucciones detalladas de la persona que se haría cargo en Iberia en aquel país, le explicamos que al día siguiente salía un avión de la citada compañía rumbo a Miami, había que transbordarla a otro avión de la misma aerolínea que salía de esta ciudad hacia Madrid, y que ya se les estaban pasando instrucciones a los respectivos comandantes de ambos aviones para que se hicieran personalmente cargo de la medicina hasta su llegada a la capital del reino.

Nuestro compañero Julio se montó en su Jeep y, atravesando la tupida selva panameña, llegó a Panamá City justo a tiempo de entregarla en el avión que estaba a punto de despegar.

Llegada a Miami, entrega de la medicina al nuevo comandante que salía inmediatamente para Madrid. Llegada a Madrid y aquí se pierde. ¡España es España!

Yo estaba en el aeropuerto esperándola, pues me habían dicho que estaría sobre las once de la mañana en esta Isla, pero la medicina no aparecía. Daba literalmente saltos convulsivos pues pensaba que unas horas de más podrían ser fatales para el enfermo. Carreras al teléfono, nueva llamada de mi amigo Joaquín a Iberia Madrid. La policía, la Guardia Civil, el servicio de seguridad, el personal de Iberia; etcétera, todo el mundo corriendo en Barajas de un lado para otro. Comunicación con el avión que la había traído que ya volaba a otro destino; en fin una verdadera locura a la búsqueda y captura de una cajita de nada, de la que dependía la vida de un ser humano.

Por una cierta descoordinación, al no reclamarla nadie en Madrid para su envío a Las Palmas, -me enteré más tarde-, la habían depositado en una habitación especial destinada a objetos perdidos o no reclamados, por razones de seguridad, ante el desconocimiento de su contenido o de ser un explosivo.

Una vez encontrada, nuevo envío a esta Isla a donde por fin arribó sobre las nueve de la noche de ese mismo día. La recogí personalmente de manos de una azafata que a través de una ventanilla me vio esperando en la escalerilla del avión nada más abrirse la puerta y antes de que bajara nadie del mismo. Rápida carrera hacia el hospital, en donde me esperaban para darme las gracias varios médicos con un cheque en la mano para pagar su importe. No había nada que pagar; nadie cobró un duro por nada. Ni el gallego de Panamá ni mucho menos yo. En unas treinta horas habíamos batido todos los récords y superados todas las dificultades en una entrega tan urgente y vital.

Esa misma noche empezó a aplicársele la medicina; al parecer tenía la ameba muy pegada a la pared del intestino y a punto de perforar este. Pudieron curarlo de la amibiasis con total éxito gracias a la emetina, pero en una inspección más profunda días más tarde; por si había alguna ameba más, se descubrió un inesperado cáncer que lo llevó desgraciadamente a la muerte con posterioridad a su completa curación.

Mi abatimiento fue tremendo, me quedé en casa mirando al horizonte sin coordinar mis ideas; paseaba nervioso y fumando por el balcón de casa . 1Qué tristeza Dios mío; por poco lo salvamos! Acerté a pensar. Una gestión bien llevada acababa en involuntario fracaso por otras causas. Nunca conocí a ese doctor, lo daba por curado; ya nos conoceríamos cuando saliera del hospital descansado y animoso. La rabia y el desasosiego nos duraron meses; también a los navegantes que en sus tediosos días de mar habían seguido esta regata contra el tiempo como algo propio y máxime porque dicho hospital, siempre que le hacíamos alguna consulta médica para algún navegante accidentado o enfermo, nos habían atendido con gran diligencia y acertada profesionalidad. Ya contaré...

Quiero pedir disculpas por si la terminología técnica o médica no es la adecuada, así como por la cronología del suceso que, a grandes rasgos y por causas de simplificación, es como lo describo. ¡Gracias Iberia. Gracias comandante Joaquín Valverde. Gracias fuerzas de seguridad, gracias Julio, compañero radioaficionado de Panamá y a los demás de los países sudamericanos!