Ayer estaba montado en una guagua. Era una 25, de las dobles, las de acordeón. De repente se frena en medio de una calle estrecha. Los vehículos ocupan toda la acera de la izquierda y a la derecha, donde no se puede aparcar, hay un coche solitario que impide el paso. Después de un rato se comienzan a escuchar pitas insistentes. Después de otro rato, más largo que el anterior, las colas se vuelven tremendas y los bocinazos también. El dueño del coche no aparece y el chófer de la guagua está llamando a la policía. Una pasajera pide que le abra las puertas, pero él responde que no puede hacerlo lejos de una parada. La pasajera se molesta y lo comenta en voz alta. Los que están haciendo cola salen de sus coches y van a ver qué pasa. Aparecen tipos indignados que opinan que la guagua puede pasar y se lo dicen al chófer de malas maneras. Todos estamos molestos, aunque no todos por lo mismo. El chófer no lo está, así que no debe ser su primera vez. Entonces se lo explica a todo el mundo, dentro y fuera de la guagua, ventanilla mediante. -Tengo que maniobrar para pasar con un vehículo articulado, si rozo cualquier coche, incluido ése de ahí, a mí me abren un parte y no estoy para que me toquen más el sueldo-. Una señora mayor que pasaba por allí ve el percal y opina del tipo de chóferes que hay en Las Palmas, pero para mal. Con mirada atravesada.

La gente de la guagua está con el chófer, tomamos parte en la discusión y lo empezamos a defender contra los de fuera que, atención, siguen llegando. La cola de coches creo que ya estaba a la altura del quinto carajo porque los conductores aparecen ahora andando de otras calles de las que solo veo las esquinas. Utilizan todas las estrategias: uno que se planta ante la ventanilla y le mira como a un bicho; otro que lo intenta convencer de buenas maneras; aparece el que se pone rojo cuando habla y le hace saber su disconformidad con aspavientos; dos más que se ponen a debatir entre ellos sobre cómo pasar pero a voz en grito, que lo escuche todo el mundo... Dentro de la guagua hay un debate entre ameno e indignado, y la policía no aparece.

Entonces, de la nada, llega el dueño del coche. Y nos callamos. Dentro y fuera de la guagua. Él se lleva las manos a la cabeza en plan "la he liado parda". Todos, y les aseguro que para ese entonces la calle esta-ba llena de gente, y en la gua-gua nos agolpábamos delante unos cuantos, le seguimos con la mirada. Momento hipnótico y eterno mientras se sube al coche y pone el motor en marcha. Y en ese instante, el chófer explota:

- ¡Y a él no le dicen nada!

Pa' qué fue aquello. La masa despertó de su ensoñación y comenzó a gritarle de todo al coche, que se alejaba del lugar. Incluso una chica se adelantó por el pasillo de la guagua hasta llegar a la altura del chófer, como si estuviera siguiendo al coche por la calle.

Lo flipé. Fue como ver un sketch en directo con un montón de actores, muy buenos actores, representando perfectamente el país en el que vivimos. A pequeña escala. Y me quedé pensando en esto toda la tarde. Y la mañana de hoy también."

Esta historia, que escribí hace cuatro años, es completamente real y me viene a la cabeza muy a menudo. Cuando escucho las razones de quienes en las últimas elecciones votaron a este gobierno a sabiendas de a quién votaban, por ejemplo. Pero hasta ahora no había encontrado un símil tan claro como el de la "Trama-guagua", por razones obvias, y la moción de censura. Por un oído escuchamos las críticas al "diseño" de la guagua y lo traidores que son quienes proponen una moción que se niega sin debatirse, por el otro escuchamos cómo se cambian jueces y fiscales con una naturalidad terrible. A nuestro presidente le preguntan por su declaración como testigo en un caso de presunta financiación ilegal del partido que dirige y responde que le parece un "acto de pura normalidad". Está claro que tiene toda la razón. Es la normalidad del país que le vota y de los partidos que le apoyan. La de un hombre que, posiblemente, muchas noches se acueste pensando: ¡y a mí no me dicen nada!