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OBSERVATORIO

Blesa, una muerte más y siguen...

La muerte de Blesa por suicidio viene a cerrar provisionalmente una larga lista de personas que se han quitado la vida al verse imputadas o condenadas por delitos de corrupción o similares. Se trata éste de un fenómeno que debemos afrontar con la serenidad que exige y analizar las causas por las cuales se producen hechos de tal naturaleza. La responsabilidad política o penal no puede conducir al suicidio. El suicidio, cuando proviene de algún tipo de violencia y la presión insoportable lo es, exige respuestas adecuadas y equilibradas en un mundo que se dice civilizado. Los pingües beneficios que proporciona el escándalo, la aceptación social de la muerte civil inmediata y sin apelación posible y los réditos que obtienen quienes se sienten cómodos en ese submundo de la denuncia, la injuria y el demérito del adversario son elementos que deben valorarse.

La presión mediática, cada vez más insoportable y dogmática dada la validez que se otorga a las sentencias periodísticas y la obsecuencia de ciertas formaciones que exhiben como cosa juzgada cualquier investigación inicial o en curso, es insoportable y conduce a que personas con una capacidad de aguante limitada, opten por terminar con su vida cuando su honor y fama se ponen en entredicho diariamente sin posibilidad de defensa o reparación. Y no sólo en relación con los hechos imputados, porque, en una incalificable conducta de falta de respeto, se hurga en la vida privada exhibiendo sin pudor lo que debería permanecer en ese ámbito y no ser expuesto en favor del morbo de una sociedad que ha perdido referentes éticos aceleradamente y gusta de la miseria de ver a un ser humano hundido. Cuando veo a algunos periodistas de ciertas televisiones sonriendo mientras denigran a alguien y destacan o multiplican sus delitos o pecados, que no distinguen, siento una repugnancia que no puedo evitar. Y es que no parece necesario atacar a nadie y a la vez exhibir ese aire de satisfacción impropio de quien debería limitarse a exponer los hechos silenciando u ocultando su íntimo placer ante la desgracia ajena. Es inevitable que se imiten después similares reacciones. Y ahí están los comentarios viles ante la muerte de Blesa, de Barberá o el recuerdo de Blanco. Quien no siente dolor por la muerte de un ser humano se degrada en su consideración y quien fomenta, aunque sea inconscientemente, este odio merece ser expulsado del orden social.

Muchos de los que terminan sus días acuciados por la presión social lo hacen en la extrema soledad, en la obligada permanencia en su domicilio, pues, como afirman pasaba a Blesa, les resulta imposible salir a la calle sin que exaltados represores, no siempre espontáneos, le increparan e insultaran. Espectáculos como los que se viven a las puertas de los juzgados que solo buscan la imagen de un ser humano hundido, vejado e increpado, poco edificantes e innecesarios, se repiten día a día y se suman a las condenas populares inmediatas dirigidas desde algunos medios de comunicación en los que se practica la zafiedad, partidos políticos que sin el escándalo nada serían y ciudadanos que se prestan a un juego triste. Nada surge espontáneamente en esta sociedad de la (des)información y la manipulación.

A todo esto hay que sumar el uso de las redes sociales en las que el insulto, la injuria o la calumnia son norma en una relación humana inexistente como tal, aunque moderna parece ser. Copia mala de las conductas de quienes incumplen sus obligaciones pedagógicas. Todo lo que no gusta es sometido a la crítica feroz, irrespetuosa y soez de quienes escupen miserias y llenan la vida de un gris insoportable. Nada se respeta y todo vale amparado en el anonimato cobarde.

Un Estado democrático tiene reglas para juzgar a quien comete un hecho delictivo. Un proceso con fases determinadas, contradictorio y en el que los derechos de las partes se respetan y equilibran como garantía de acierto de la decisión. La condena mediática y popular desconoce proceso alguno, norma ninguna y dicta sentencias inmediatas sin atender a otra cosa que al capricho o al veredicto que pronuncian quienes apuntan con sus dardos envenenados con fines no siempre nobles. E impone penas desproporcionadas, la de infamia, no sujetas a norma o valoración alguna. No basta solo la pena legalmente merecida; se desea y quiere más, la muerte civil del indicado.

La libertad de expresión no puede amparar lo que en muchas ocasiones se convierte en un auténtico acoso moral, origen de desgracias extremas; esto no puede ser nunca justificado. La libertad de expresión u opinión no es compatible con un comportamiento desproporcionado que, excediendo la narración de hechos y la emisión mesurada de opiniones, se convierte en un atentado a las personas que les priva de su autoestima hasta el punto de llevarles a causarse la muerte. Y es que, seamos sinceros, tras tales conductas no se esconde ningún libre ejercicio de la libertad, sino solo una lucha entre medios y sujetos por el liderazgo de la audiencia y el beneficio o lucro. O de partidos ahítos de poder. No se olvide este dato a la hora de valorar los comportamientos. Libertad, precio y consecuencias desproporcionadas deben ponerse en relación para ofrecer una solución ponderada.

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