Al fin vemos las urnas catalanas, el epicentro de toda la confrontación que hace temblar la arquitectura política de España desde la Transición. En la inflamación verbal que acompaña al proceso secesionista, las urnas han llegado a adquirir una trascendencia simbólica que las acerca al tesoro de los nibelungos. El celo protector puesto en su custodia, ante la amenaza de la incautación, consiguió que el objeto primordial de mañana en Cataluña, a diferencia de papeletas, censo y notificaciones, escapara a los implacables registros policiales.
Rodeadas por ese aura de objeto sagrado y oculto a todas la miradas, su primera presencia pública genera la desilusión de comprobar que proceden de algún laberíntico y abigarrado bazar chino y no del fondo de las aguas del Rhin. Como pieza inaugural del catálogo de la república independiente resultan decepcionantes. La fe soberanista confía en que mañana esos contenedores de plástico a cinco euros la pieza, de 45 litros de capacidad, traslúcidos puesto que no había exigencia de que fueran transparentes, experimenten una transubstanciación por efecto de los votos. Si no fuera así siempre se podrán reciclar para otros usos.
