Decía hace algunos meses el conocido periodista polaco Adam Michnik que la democracia es el único sistema que tolera a sus enemigos. Esto resulta particularmente cierto en el caso de España. Nuestra Constitución democrática, a punto de cumplir los 39 años, ha permitido a los nacionalistas de Cataluña y Euskadi -todos los cuales eran, según se ha visto, independentistas a corto, medio o largo plazo-ocupar en plenitud de dominio las instituciones de las respectivas Comunidades Autónomas, apoderarse del sistema de enseñanza para adoctrinar a los niños en el culto de la patria agraviada por la barbarie española y apropiarse de las radios y televisiones públicas al objeto de modelar una ciudadanía hispanofóbica y secesionista. Duros de mollera como somos para aprender las lecciones de la Historia, no recordamos, a la hora de redactar el texto constitucional de 1978, la deslealtad del nacionalismo catalán y vasco durante la II República y la guerra civil. Incluso nos ufanamos, durante todo este tiempo y hasta hoy mismo, de haber alumbrado, en lugar de una "democracia militante" (como la establecida en Alemania después de la tremenda experiencia del nazismo), una mera democracia procedimental.

En efecto, según ha afirmado muchas veces el Tribunal Constitucional, en nuestra Constitución no tiene cabida un modelo de democracia en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva a la Ley Fundamental. La razón consiste en que en el texto constitucional no existe ningún precepto irreformable, a diferencia de lo que sucede en las Constituciones italiana, francesa y, sobre todo, alemana. No hay más límites expresos a la reforma que los estrictamente formales y de procedimiento. Por consiguiente, cualquier proyecto político resulta compatible con la Constitución, "siempre y cuando no se defienda a través de una actividad que vulnere los principios democráticos o los derechos fundamentales" (STC 48/2003). Poco importa, pues, que la Constitución proclame rotundamente en su artículo 2º "la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles": los partidos independentistas son lícitos, ya que, pudiéndose reformar (en el sentido de suprimir o excepcionar en un caso concreto) lícitamente ese artículo, los fines perseguidos por tales partidos deben reputarse también como fines lícitos. Otra cosa, naturalmente, son los medios (eventualmente merecedores de reproche penal) de que se valgan en su acción política.

¿Es, pues, la democracia española una "democracia de horchata", abierta a sus enemigos por frialdad procedimental, insulsez, insipidez, indolencia y carencia de sangre en las venas, incapaz de generar un patriotismo constitucional que compita ventajosamente en fuerza atractiva con la fanática y estridente religiosidad nacionalista? Recordemos siempre las palabras de Joseph Goebbels acerca de su pertenencia al Parlamento alemán durante la débil República de Weimar: "No venimos [los diputados nazis] como amigos ni como neutrales. Venimos como enemigos. Como el lobo en medio del rebaño".

Más preguntas. Teniendo en cuenta los extremos a que ha llegado el "procés" independentista catalán, ¿deberíamos modificar la Constitución para impedir la fragmentación de la unidad nacional declarando intangible el citado artículo 2º? ¿Conllevaría tal reforma la consecuente ilicitud de los partidos secesionistas? A esto segundo hay que contestar sin más negativamente, ya que la aspiración a la secesión no sería inconstitucional si, en el programa del partido, se hiciera depender de una reforma de la cláusula constitucional de intangibilidad. Y que la Constitución prohibiera esa reforma no resultaría, a mi juicio, congruente con la supremacía del poder reformador dentro del Estado democrático y, por tanto, con la democracia misma.

A lo que debe añadirse, aunque en un plano de estricto realismo político, la completa imposibilidad de arrojar ahora a las tinieblas de la ilegalización a los partidos separatistas sin suprimir al mismo tiempo el régimen constitucional de libertades y, en suma, el propio Estado de Derecho. Estos partidos poseen una larga trayectoria de presencia institucional, incluida su constante integración y participación activa en las Cortes, que considero suicida eliminar. Al contrario: la capacidad de influencia de los partidos nacionalistas en la política general de España a través de sus pactos con el Gobierno central (fundamentalmente en el Congreso) es de extrema importancia tanto, en ocasiones, para la estabilidad gubernamental como, sobre todo, para la base de legitimación del sistema político. Eso sí, es cierto que el Congreso parece en tales circunstancias más "Cámara de representación territorial" que nuestro desvaído Senado y que esta clase de pactos potencian el bilateralismo Estado-Comunidad Autónoma nacionalista en detrimento del federalismo vocacional del Estado autonómico.

Lo sucedido el 6 y el 7 de septiembre con la aprobación en el Parlamento de Cataluña de las leyes del referéndum y de transitoriedad jurídica, así como los actos de ejecución y cumplimiento de las mismas, ¿tiene alguna respuesta prevista en el Derecho constitucional español? Desde luego que sí: ahí están los artículos 155 (constantemente mencionado en los últimos tiempos) y 116.4 (declaración del estado de sitio por el Congreso) de la Carta Magna. Es lástima que el primero no se haya desarrollado legislativamente para saber exactamente qué medidas contiene. El segundo nunca se menciona: la intervención del Ejército es --en términos de corrección política-- un tema tabú. Sin embargo, por lo visto hasta ahora, ni la acción judicial ni las disposiciones del Gobierno (entre ellas una intervención financiera de la Generalidad que como jurista me chirría algo) han conseguido detener la locomotora secesionista. Por descontado, el conflicto no se resolverá por cauces jurídicos. Y no solo porque quepa una negociación política. También puede ocurrir un descontrol "de facto" que propicie la aplicación de la máxima ciceroniana "inter armas silent leges". A ella recurrió el mismísimo Abraham Lincoln.