La Provincia - Diario de Las Palmas

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Reflexiones atolondradas

La era de la 'niñocracia'

Corren tiempos difíciles. Tiempos de desencuentros, malentendidos y peor gestionados. Tiempos de mírame y no me toques, de quítate tú pa ponerme yo, de aquí te pillo, aquí te mato y si te he visto, no me acuerdo. Tiempos de individualismos, egoísmos y hasta narcicismos, si me apuran. Y tiempos, aseguran otros muchos, de exacerbada niñocracia.

Sí, ya sé: el palabro no lo ha admitido todavía la Real Academia Española de la Lengua, pero denle tiempo, que cosas peores se han visto por último en el santa sanctorum de la expresión verbal de este país nuestro tan denostado últimamente, porque qué duda cabe de que son también tiempos de licencias y licenciosos.

Pues sí: para los que todavía no se hayan dado cuenta, que seguro que son, como suele pasar, los mismos que lo sufren en sus propias carnes, que siempre son los últimos en enterarse, hoy en día son los niños los que detentan el poder absoluto en la inmensa mayoría de los hogares, los niños los que deciden qué se come, qué se ve en la tele, si se sale o se entra, o qué se hace el fin de semana, por poner algún ejemplo. Y por tanto, la vida, la existencia misma del o los adultos a cuyo cargo se encuentre el retoño, gira en torno a los volubles deseos del pequeño tirano.

El Síndrome del Emperador, lo llaman los que se dedican a estudiar esos menesteres. Y así, ese ser humano aún en vías de desarrollo y sin más criterio que aquel que le otorga el deseo de satisfacer sus propias necesidades mangonea a su antojo a adultos cansados cuyo sentimiento de culpa los vuelve tan maleables y manipulables que para los infantes, a quienes la madre naturaleza ha otorgado un grado de pericia imprescindible para la perpetuidad de cualquier especie, resulta pan comido hacerse con el cetro de mando de sus casas.

Es curioso: la mayoría recordará, como yo lo hago, la famosa frase con la que con frecuencia nos despachaba cualquier adulto de nuestro entorno cercano si nos poníamos pesaditos e insistíamos en quedarnos a su alrededor mientras ellos conversaban: "Vete a jugar, que estamos hablando los mayores". Ni siquiera hacía falta que fueran nuestro padre o madre quienes la pronunciaran; cualquier adulto presente en la conversación tenía licencia para echarnos con toda tranquilidad y, por supuesto, total impunidad. La orden, además, no admitía réplica y, salvo en contadas ocasiones, no suponía tampoco drama alguno para quien fuera dirigida; allá que nos íbamos nosotros tan contentos a abordar un barco pirata, explorar la luna o dar de comer a las muñecas? No así hoy.

Hoy los niños no sólo participan de las conversaciones de sus mayores bajo la mirada orgullosa de sus progenitores, sino que hasta opinan sobre cualquiera de los temas que sus desconsiderados padres expongan sin importarles lo más mínimo si a ti te apetece o no hablar de eso delante del crío. Y te lo tienes que comer con papas porque, ¡pobre de ti que se te ocurra insinuar siquiera que el infante no debería inmiscuirse en asuntos de mayores! ¡Ay de aquel padre sin hijos que ose sugerir a sus amigos que no traigan a sus retoños a la cena, que no le apetece contar sus cosas delante del enano o preguntar a cuento de qué tiene el nene que opinar sobre el destino de la próxima escapada!

Curiosamente, y por algún motivo que no termino de entender, los padres con hijos no parecen darse cuenta de que quizás los que no los tenemos no tengamos ganas de incorporarlos a nuestro entorno y mucho menos a nuestras conversaciones, igual que tampoco parecen darse cuenta del flaco favor que les hacen permitiéndoles salirse con la suya y dándoles un papel protagonista en todo momento, ya que con ello sólo conseguirán 'educar' -ojo a las comillas- futuros adultos frustrados y absolutamente incapaces de lidiar con la inevitable realidad de una vida tan llena de fracasos como de éxitos, en el mejor de los casos.

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