Cada día existen más indicios de que el maltrato a los ancianos se está revelando como uno de los problemas más impactantes desde el punto de vista social. Tratado hasta hace bien poco como un asunto de la esfera privada (similar, en cierto modo, al fenómeno de la violencia de género), a día de hoy continúa considerándose un tema tabú, subestimado y alejado del foco mediático. Desde la Organización Mundial de la Salud se lo define como "un acto único o repetido que causa daño o sufrimiento a una persona de edad, o la falta de medidas apropiadas para evitarlo, que se produce en una relación basada en la confianza".

Las formas que adoptan estas vejaciones son muy diversas y van desde la esfera física (que incluye el abuso de fármacos) a la psíquica, pasando por la emocional (con las humillaciones como protagonistas), la económica (destaca la utilización de las pensiones de los abuelos para ayudar a la economía familiar o la exigencia de donaciones en vida de dinero o propiedades) e incluso la institucional (sin ir más lejos, la reducción presupuestaria de las partidas dedicadas a la dependencia). Asimismo, pueden ser ejercidas de forma intencionada o por simple negligencia, y de un modo activo o pasivo.

Bajo una envoltura de indolencia, exceso de familiaridad, desprecios recurrentes -como puede ser la falta de atención-, con el silencio propio como cómplice y al margen de cifras constatables sobre el número de afectados y en una coyuntura de peligro, la evolución al alza de estos contextos se está imponiendo. Y, aunque el maltrato corporal es más fácil de descubrir, el psicológico está más extendido. Su incidencia desde el punto de vista moral está fuera de toda duda. Sin embargo, su magnitud real todavía es poco conocida, dado que en las áreas de Atención Primaria y Servicios Sociales carecen -muy a su pesar- de la suficiente dotación para detectar una problemática que, en consecuencia, permanece oculta. Aun así, ya se están disparando las alarmas que alertan sobre la incidencia y la reincidencia de estas conductas.

Paralelamente, se da la triste circunstancia de que, de unos años a esta parte, también se ha incrementado de forma notable el número de casos de agresiones a progenitores por parte de sus hijos, centrándose aquí el énfasis de la opinión pública pero, a su vez, condenando a un plano muy alejado al drama de ese otro extremo cronológico de la sociedad. Da fe de ello la inexistencia de un recurso tan recomendable como el de un teléfono específico destinado a llamadas de emergencia -similar al 016 asociado a la lacra de la violencia de género-, a pesar de hallarnos ante un colectivo cada vez más nutrido y que, a menudo, padece una gran indefensión.

Otro aspecto importante a considerar es que ni todas las víctimas denuncian los hechos ni la mayoría de los procesos judiciales en marcha llegan a resolverse. Apenas un diez por ciento se anima a dar el paso y las razones son múltiples. Si a la imperdonable lentitud de la justicia se añade la circunstancia de que el denunciante suele vivir bajo el mismo techo que los denunciados, retirarse antes de comenzar la batalla en los tribunales parece bastante lógico. Pero el motivo de mayor peso es, sin ninguna duda, el relativo al vínculo afectivo existente entre las partes. Así, tres son los pilares que sostienen la negativa a continuar adelante: el miedo, la vergüenza y el sentimiento de culpa. Los afectados ceden por temor a las represalias y por la sensación de fracaso al haber alcanzado tal nivel de conflicto. En mi opinión, se impone un retorno de toda la ciudadanía al respeto y agradecimiento que merecen las personas de más edad, que integran uno de los grupos sociales más vulnerables. Y, al mismo tiempo, urge un posicionamiento firme por parte de administraciones tendente a la protección efectiva de sus derechos. Lo contrario nos convierte en cómplices.