La Provincia - Diario de Las Palmas

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La delgada línea roja

Nunca ha sido fácil la relación entre el periodismo y la política, o viceversa. Una delgada línea separa la actividad de periodistas y políticos. Y también la de las entidades que cobijan a unos y a otros: las empresas de comunicación y los partidos. No cruzarla es, además de una regla básica de funcionamiento y una muestra de respeto mutuo, un termómetro de la salud democrática de una sociedad. Sobre todo en las denominadas democracias de opinión pública, en las que ésta se ha convertido en uno de los pilares en torno a los cuales se construye (o deconstruye) el sistema.

Todo gira, como es sabido, sobre un eje tan elemental que causa rubor tener que recordarlo con tanta asiduidad en nuestro país. O en nuestra región, sin ir más lejos. Los medios de comunicación, legitimados en nuestro papel de contrapoder o cuarto poder, nos hemos especializado en denunciar las inaceptables injerencias de unos poderes en otros. Esa mezcolanza de los ámbitos político, judicial, legislativo, policial o empresarial de la que los ciudadanos somos testigos desde hace demasiados años. Y que ha derivado en la mayor crisis institucional desde la transición, salpicando incluso a la monarquía.

Pero como no hay mejor forma de predicar que con el ejemplo, es imprescindible no mirar para otro lado cuando somos nosotros mismos, los periodistas y las empresas de comunicación, quienes cometemos esas intromisiones y desmanes. Y vienen ocurriendo en este sentido cosas graves, muy graves, en Canarias a cuenta del nuevo concurso para adjudicar la prestación de servicios profesionales de la televisión autonómica. El nivel de presión al que, día sí y día también, se viene sometiendo a la clase política canaria por esta cuestión, para que el interés público que representa se ponga al servicio de un interés privado y sus imperiosas necesidades de supervivencia económica, ha hecho saltar en añicos la delgada línea roja.

Los periodistas solemos caer con facilidad, y cierta soberbia, en la tentación de decir a quienes han sido elegidos por el conjunto de los ciudadanos cómo deberían gobernarnos. Los años de ejercicio, cierto conocimiento de causa (la actualidad es nuestra materia de trabajo) y sobre todo el propio papel de órgano de control que nos confiere la Democracia nos lleva a ello. Pero una cosa es opinar y otra muy distinta poner en marcha, y sostener, feroces campañas de desinformación y manipulación. Sobre todo si esa presión mediática, a sabiendas de cuánto pesa sobre la imagen y el prestigio del dirigente o sigla contra la que se dirige, incluye chantajes y amenazas para torcer la dirección de las políticas que cada partido, a su entender y de acuerdo con su ideología y compromisos electorales, toman.

En el caso que nos ocupa, sorprende tanto la virulencia de la campaña en sí, que no es ni mucho menos la primera a la que asistimos en esta tierra (esperemos que sí la última), como la propia reacción de algunas fuerzas políticas, frente a quiénes sí han decidido oponerse a esta injerencia mediática. Cuando se pone en riesgo la esencia de las reglas de funcionamiento del sistema y queda al descubierto, de forma tan descarada y evidente, la falta de salud democrática de nuestra sociedad canaria, corresponde a la clase política en su conjunto cerrar unánimemente filas. ¿Quién si no vigila al vigilante? O dicho de otra manera: ¿Quién los defenderá a ellos cuando, quizá mañana, se conviertan en objeto de futuras campañas si algún medio de comunicación de las Islas vuelve a cruzar la delgada línea roja?

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