La Provincia - Diario de Las Palmas

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OBSERVATORIO

Menos secesión y más seducción

Me llega por Facebook un vídeo precioso con imágenes de castellets, con textos en inglés que relatan una metáfora sobre la solidaridad comunitaria imprescindible en la construcción de esas torres humanas propias de la tradición festiva y simbólica de Cataluña. Termina el vídeo diciendo que los castellets son "un símbolo de la historia de independencia de Cataluña". ¡Vaya, con lo bien que iba el vídeo, qué mal termina! Lástima que el independentismo catalán utilice de nuevo una idea tan universal como la "solidaridad" de forma tan propagandística, reduccionista y sesgada. No creo equivocarme si digo que la percepción mayoritaria que el resto de los pueblos de España teníamos de Cataluña hasta el inicio del procés era la de una comunidad de referencia, cívica, solidaria, emprendedora, inteligente, plural y vanguardista. Pero a partir de entonces la percepción ha cambiado: seguramente siguen siendo lo que eran, pero ahora que no nos quieren con ellos, nos sentimos defraudados y, sobre todo, nos aburren. Su obsesión por separarse del resto de los pueblos de España los coloca en un plano distinto y distante con el resto. Como si los de Teruel, el Bierzo, Las Alpujarras o Arure no pudiesen hacer o ser lo mismo que los catalanes. Como si ellos fuesen una élite, un pueblo elegido, virtuoso, superior. Como si ellos fuesen mes y el resto fuésemos menys.

Esa soberbia que crece, a la vez que lo hace esa diferenciación interpuesta como argumento para separarse de nosotros, hace parecer que el resto de pueblos de la Península Ibérica o de las islas tengan menos historia que los catalanes, que seamos menos cívicos, menos dignos, menos europeos, menos solidarios, menos comunidad. La estrategia gubernamental para el fomento de la Cataluña independiente del futuro se ha fundamentado en exacerbar la identidad, la diferenciación con los demás, el odio a España, el adoctrinamiento y la propaganda con los suyos. A fuerza de machacar con que ellos son "mes y diferents" han agotado entre el resto de pueblos el crédito de simpatía y admiración que les habíamos prestado durante tanto tiempo. No alcanzo a entender cómo algo tan burdo ha encandilado a tanta gente en una sociedad avanzada como la catalana. No alcanzo a entender cómo no ven que el hartazgo que nos provoca al resto de españoles su recién estrenado "complejo de superioridad" sólo es comparable en tamaño a la perplejidad que provoca en el resto de europeos su ridículo victimismo con campañas como la de Help Catalonia. Si nos atrevemos a gritar "help Catalonia", o "help París", ¿qué tendrían que gritar los verdaderamente desfavorecidos? Gritar socorro por eso, con la que está cayendo en el mundo, es como mínimo una inmoralidad. A nosotros nos aburren y al resto de europeos los escandalizan.

El asunto me recuerda a la España nacional-catolicista de "una, grande y libre" que acuñó otro gran movimiento independentista, en este caso del resto del mundo. Aquel españolismo también meaba colonia y se creía la "reserva espiritual de Occidente". Para alimentar aquella versión pasodoble del procés, creó un mito contra el que luchar y hacer piña, el judeomasónico marxista, con el que aglutinaba a los españoles de verdad, que eran patriotas y mejores que el resto del mundo. Ahora, los promotores de la independencia catalana hacen algo parecido: son la reserva espiritual del civismo, quieren ser unos països catalans, grandes y libres. Se inventan el mito de España y gritan con entusiasmo "Adeu, España". En el fondo, tan patraña fue una entonces como es la otra ahora. Es cierto que España tiene la desgracia, espero que no dure mucho más tiempo, de tener como presidente de Gobierno al indolente Rajoy, apoyado por un PP anodino, insoportable, sin proyecto de país y con una nómina de antisistemas -en el sentido de corruptos y especuladores- más que notable. Eso no es España, es el gobierno de España. Pero no es cierto que España sea un Estado represor, que coarte la libertad de expresión y sea per se ladrón (la corrupción de los dirigentes políticos catalanes no desmerece a los de Madrid o Valencia). Tampoco es cierto que España sea contraria a los derechos humanos y que su gobierno fustigue a los catalanes más que fustiga a los zamoranos, a los herreños o a los calagurritanos. Como tampoco lo es que una república, como la francesa, pueda trabajar mejor por el bienestar social y la equidad que una monarquía parlamentaria, como la sueca, por mucho que a unos nos guste más el pescado que la carne. El proceso independentista catalán cada vez se parece más al nacionalismo españolista que tanto daño nos hizo, y cada vez se parece menos al idealismo de "libertad, igualdad y fraternidad". Y eso, si no lo remediamos, nos lleva al choque de dos nacionalismos estériles y anacrónicos: el nuevo catalán y el viejo español.

Entre todos deberíamos a aspirar a reformar el Estado español y hacerlo más de todos y de cada uno, pero el modelo de referencia para explorar las ventajas de las pequeñas identidades territoriales, locales o regionales -que en Francia llaman "de terroir o de pays"- trabajando en cooperación no es el del separatismo catalán. Su propaganda, el adoctrinamiento, el elitismo territorial, el ombliguismo, el complejo de superioridad y su falta de fraternidad con el resto de los territorios del Estado lo convierten en un antipático despropósito. En el gobierno de Cataluña sobra secesión y en el gobierno de España falta seducción. Sobran Puigdemont y Rajoy. Uno por exceso de sedición, el otro por defecto de seducción. Son igual de zafios el pasado y rancio nacionalismo español en el que quieren vivir algunos y el doctrinario independentismo catalán al que nos quieren llevar otros. Y, mientras vemos bellos vídeos de castellets que evocan la solidaridad, sigue creciendo la fractura interna de la sociedad catalana, la fractura entre Cataluña y el resto de los pueblos de España y la fractura entre las instituciones catalanas y las del resto de Europa. Hablamos de solidaridad mientras aumentamos la insolidaridad entre pueblos y clases sociales. Eso es lo que traen los nacionalismos excluyentes y delirantes, sean invasivos (como los imperios) o sean restrictivos (como las regiones). Vamos de chapuza en chapuza sin perder el entusiasmo, incluida la de convertir en héroes a los gobernantes catalanes vía ingreso en prisión. Los castellets, para no colapsar, no pueden apoyarse en mitos, ni en mentiras, sino en personas que se respetan, se aprecian y se esfuerzan juntas. Ese es el mensaje de los que construyen un castellet, no el del independentismo. Y ese es también el problema de fondo: faltan personas y pueblos con ganas de quererse y sobran trincheras y propaganda.

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