La Provincia - Diario de Las Palmas

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en voz alta

Lo que importa en Cataluña

Quiero empezar contando dos historias. La primera es un recuerdo ya lejano y más bien incómodo. Hace unos veinte años, en la ciudad de Brujas, asistí por primera y última vez a una cena concierto; se celebraba en el Hallen, como clausura del Festival de Música Antigua. Fue una experiencia frustrante de principio a fin. La organización había dispuesto mesas en hilera, canto contra canto, a lo largo de dos corredores que confluían en ángulo recto. En el vértice bregaba una veintena de músicos, con la legítima pretensión de hacerse oír. A mi izquierda se sentaba un amigo, a mi derecha un cincuentón de acento flamenco, con cierto exceso de ropa para el verano de Brujas. Estaba solo y con visibles ganas de no estarlo, así que champurreamos un poco. Fue mi perdición. Tras decirle de dónde venía, primero quiso saber qué tal se vive "en una colonia española", para continuar con un mitin sobre el hostigamiento, el saqueo y la extorsión del pueblo flamenco. Habría seguido sin parar hasta el final del concierto, de habérselo permitido. Pero mi comensal no era un caso aislado: un creciente ronroneo de conversaciones en sordina arruinaba sin remedio el concierto. Rendidos a la evidencia, mi amigo y yo nos concentramos en la cocina belga y en nuestras propias conjeturas. ¿Se hablaría en todas las mesas sobre la opresión de Flandes?

Mi segunda evocación conduce a 1793, año que da título y materia a la última novela de Victor Hugo. Noventa y tres es una ficción romántica de tesis, cargada de tensiones, conflictos y caracteres más arquetípicos que otra cosa. En conjunto no es lo más logrado de su autor, aunque asome aquí y allá por sus renglones lo mejor de aquel hombre visionario y excesivo. La novela transcurre en los albores del Terror, con el enfrentamiento entre republicanos y realistas como telón de fondo. Dato importante: Hugo no se inclina hacia ninguno de los bandos. Describe sin más el odio que los enfrenta, con el visible afán de destacar contra ese fondo a tres de sus personajes. Solo ellos tres, Lantenac, Gauvain y Radoub, dan muestras de estar a la altura de una historia que los arrastra y pone a prueba. Llegado el momento son capaces de ignorar esa dinámica infernal de las banderas, exponiendo su vida en la defensa de valores verdaderamente universales.

Por desgracia no hay ningún Lantenac, ningún Gauvain, ningún Radoub, entre quienes dirimen el conflicto catalán. Esto no debe extrañar en lo que atañe al gobierno de Madrid, cuya inercia conservadora está reñida con opciones de mayor calado y compromiso. Tampoco en el PDeCat y sus votantes, que aspiran a guardar su grano en otra clase de cilleros. Sí sorprende, por el contrario, en alguna gente que se tiene por progresista.

Ofuscada por la nueva frase talismán, "derecho a decidir", una parte de la izquierda incurre en la falacia de que todos ganan al decidir, sin entrar a discutir sobre el objeto y el sujeto de la decisión; sin discernir los factores que la distorsionan; sin inquietarse por los previsibles perdedores, que habrían de ser los de siempre. Aturullada por el ruido del auge nacionalista (que es un ruido redundante, como todo lo pasional), desatiende la música que verdaderamente importa.

La izquierda que aquí nombro permanece ciega o miope ante lo obvio, pues son las regiones ricas (Cataluña, Escocia, Flandes, Baviera, Norte de Italia) las que en el marco europeo pretenden soltar amarras. No me quita el sueño que esta gente de la izquierda, cada vez que levanta el puño, cante L'Estaca o Els Segadors. Pero me entristece que parezca sorda a su propio discurso y al dictado de la razón. Me defrauda que haga suya esa quimera de soltar amarras para recalar sin más en una tierra "rica y plena". Pues la riqueza de un pueblo no proviene de conjuras interclasistas, sino de repartos justos, equitativos, inviolables, diáfanos. La riqueza de los pueblos va menguando inexorablemente en todas partes (también en los dominios del govern) como mengua el agua de los embalses. Su evaporación engendra nubarrones cada vez más negros, que descargan copiosamente sobre los paraísos fiscales, las tramas de enriquecimiento ilícito, los circuitos del soborno y la corrupción. Esta es la música que conviene oír.

En el actual contexto europeo, la riqueza de los ricos no está siendo factible sin la pobreza de los pobres. Por estas tierras de aquí abajo lo comprobamos a diario. ¿Acaso lo han olvidado en Cataluña?

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