La Provincia - Diario de Las Palmas

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entre líneas

Yo fui médico del emperador Claudio

El emperador Claudio, mi señor, gustaba de las mañanas soleadas, cuando la húmeda atmósfera de Roma era atravesada, cual saeta, por haces de luz que enjalbegaban los maravillosos edificios del Foro. En ese momento, el viejo emperador apoyó las manos sarmentosas en la balaustrada de la gran terraza del Palacio Imperial, que sobre el monte Palatino dominaba la ciudad del Tíber. Mi señor se sentía cansado. Desde el alba había estado dictando cartas a sus secretarios y firmando órdenes y documentos de los canales y carreteras que sobre toda Italia estaba construyendo, y su ambicioso plan consistía en unirlas con Germania. Era la promesa que había hecho a los dioses, la de concluir la obra iniciada por su padre, Druso.

Claudio inspiró una bocanada de reconfortante aire fresco, mientras el sol otoñal le acariciaba el rostro. En ese mismo instante, cuando observaba embelesado el templo de Cástor y Pólux -uno de los primeros en levantarse en aquel suelo sagrado-, un repentino escalofrío recorrió su sexagenario cuerpo. A una señal de su mano, un esclavo le acercó una lujosa toga de lana. Fue entonces cuando su esposa y sobrina, Agripina, se le acercó para desearle los buenos días. Acto seguido se acercaron juntos al comedor: una sala cuadrada, por uno de cuyos lados se accedía hacia una gran terraza, ideal para refrescarse en los calurosos días de verano. Los esclavos estaban situados en sus puestos. Yo, Jenofonte de Cos, discípulo del gran médico Erasístrato, quien descubrió el colédoco y a quien ayudé a realizar estudios sobre el hígado y el cerebro, me encontraba en una esquina. Este era mi puesto, siempre con ojo avizor, pues si mi señor se sentía indispuesto, y ante la duda de que la comida estuviera envenenada, tenía que dirigirme a él y acercarle una pluma de ave a su garganta para provocarle el vómito.

El emperador se sentó en un extremo de la mesa, y mientras Agripina, sentada frente a él, le hablaba de los cotilleos del día, un esclavo sirvió vino a Claudio, del que Holato, el praegustator, ya previamente había probado y dado su consentimiento. Tras dar buena cuenta de unos erizos de mar, inmediatamente una joven esclava colocó sobre la mesa una bandeja de amanitas cesáreas asadas y espolvoreadas de aromáticas especias. Eran sus setas preferidas, y ese día otoñal tampoco podían faltar. Holato tomó una de ellas, la que se encontraba al borde del plato. Se la llevó a la boca, y tras masticarla e ingerirla hizo un gesto de aprobación mientras de soslayo miraba a Agripina.

Todo estaba saliendo según lo convenido. El emperador alargó la mano para llevarse una de ellas a la boca, y comenzó a masticarla con avidez. Tras este primer ejemplar de amanita, fue comiendo una más, y después otra, hasta que, cuando ya había agotado media bandeja, mi señor empezó a notar un gran dolor de estómago y la sensación de falta de aire y de gran desasosiego. Inmediatamente me acerqué a él y, con la ayuda de los esclavos y de Holato, lo tendimos en el suelo. Abrí su boca, de la que salía espuma y, en esta ocasión, apliqué la pluma de ave sobre su garganta, sabiendo que en la punta había el veneno de belladona que Agripina me había ordenado impregnar, tras convencerme después de varios momentos de pasión lujuriosa. Era el mismo brebaje que la bruja Locusta le había proporcionado para añadir a las setas. A los pocos instantes, el emperador Claudio cesó de respirar y jadear. Sus ojos abiertos de par en par lo indicaban todo. Se había dado cuenta del envenenamiento de su esposa, que, con ello, hacía llegar al poder a su hijo Nerón, fruto del primer matrimonio de Agripina.

Hoy es el día, con Nerón ya de emperador, en el que continúo viendo esa mirada de horror, y al mismo tiempo de decepción, por todos los rincones del palacio. Las noches están pobladas de pesadillas, y mi arrepentimiento no tiene fin. Traicioné a mi señor y sé que mi comportamiento no tendrá el perdón de los dioses. Mis días están cargados de pena, tristeza y sufrimiento. Y mi único consuelo es recibir el perdón de mi señor Claudio.

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