En 2012 el Ministerio de Fomento presentó una denuncia contra la compañía aérea Islas Airways por fraude en el cobro de subvenciones a residentes canarios. Supuestamente los máximos dirigentes de la empresa había remitido a la Dirección General de Aviación Civil, responsable del control y liquidación de las bonificaciones establecidas para los residentes, datos falsos durante varios años para cobrar más (mucho más) de lo que les correspondía. Islas Airways sobrefacturaba sin desmayo como alternativa a su incapacidad, pese a todos sus esfuerzos, para conquistar más del 25% del mercado del transporte aéreo entre las islas. Tres años más tarde una sentencia de la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Madrid declaró probada la sobrefacturación y por tanto avaló la decisión de Aviación Civil de retener el pago de casi cuatro millones y medio de euros a la aerolínea y exigirle la devolución de unos tres millones. Ahora está a punto de abrirse el proceso penal y civil y una fiscal de la Audiencia pide para el expresidente de Islas Airways, Miguel Concepción, cuatro años de prisión.

Hace tiempo el señor Concepción sabe lo que se le viene encima. La rumorología insinúa que sus abogados intentarán un acuerdo extrajudicial para satisfacer las demandas económicas de Fomento y eludir el juicio oral y una eventual condena. Si esto no fuera Canarias todo sería muy sorprendente, pero aquí solo nos asombramos de lo que no llueve, nunca de lo que ha llovido en algunos despachos políticos y empresariales en las últimas décadas. Nadie ignoraba los graves problemas judiciales de Miguel Concepción -que finalmente ha sido acusado de estafar millones al Estado al frente de una empresa-, pero en ningún momento eso fue óbice para su reelección como presidente del CD Tenerife. Es más: en las innumerables entrevistas que concedió, antes y después de conseguir un nuevo mandato como faro inextinguible del equipo blanquiazul, no se le preguntó por la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. Era irrelevante. O al menos mucho menos importante que los fichajes, el nuevo entrenador o sus ilusionantes augurios sobre la nueva temporada. Y punto pelota, es decir, punto y aparte, porque uno se compra la presidencia de un club de fútbol, por poner un ejemplo, para no ser molestado durante el lento proceso de convertirse en la estatua de un prócer o en un reo judicial. Tampoco es detectable una reflexión sobre un humildísimo hecho: varios entre los mayores empresarios de Tenerife han acabado procesados por delitos graves, como Antonio Plasencia -gerifalte en su día de la patronal de la construcción- o Ignacio González Martín -expresidente de la Cámara de Comercio de Santa Cruz. Capitanes de empresa que acumularon patrimonios descomunales y que encajan en el concepto de élite extractiva que popularizaron Acemoglu y Robinson. Figuras de extraordinaria influencia que barloventeando entre políticos, administraciones y normativas articularon sistemas de captura de rentas y bienes muy superiores a su aportación de valor a la economía insular y a la sociedad civil. Y es razonable temer que no hayan sido una anomalía sistémica, sino la expresión inevitable de nuestra versión del capitalismo castizo peninsular: el capitalismo chachón, tramposo, destructivo y ultraperiférico.