De la misma manera en la que se alimenta la superstición de que es posible cristalizar un sistema de financiación autonómica en la que todas las comunidades dispongan de un gasto y una inversión pública por encima de la media, se practica la fantasía de que los recursos presupuestarios son infinitamente elásticos y que, por ejemplo, puede impulsarse una renta social mínima sin mayores precisiones ni compromisos. Pero si los presupuestos no son infinitos, la realidad social tampoco da tregua. Hace unas semanas UGT y CC OO presentaron conjuntamente una propuesta de renta social mínima prácticamente calcada de la aprobada el pasado septiembre por el Parlament de Cataluña, pero que aún no funciona en la práctica, y es bastante más racional que lo que se puede escuchar en boca de alguno de sus apologetas. Para empezar, como es obvio, la renta social mínima no sería acumulable a otras prestaciones sociales -por ejemplo, a la Prestación Canaria de Inserción. Tampoco podrían percibirla más de un miembro por unidad familiar- el que peores condiciones se encuentre, por supuesto, es el que la recibiría. Conviene no confundir la renta social mínima como una renta básica universal. ¿Cuánto costaría? En Canarias pueden ser unos 90.000 hogares los que tienen a todos sus miembros desempleados y otros 40.000 aquellos con unos ingresos inferiores al salario mínimo interprofesional. El coste anual de una renta social mínima podría establecerse entre los 90 y los 110 millones de euros. Pongamos unos 400 millones de euros por legislatura.

El presidente Fernando Clavijo ha argumentado a la portavoz parlamentaria de Podemos, Noemí Santana -y son razones atendibles- que la solución de la creciente pobreza -ya no de la rampante desigualdad- de la sociedad canaria pasa por aumentar el empleo de calidad y mejorar los salarios. Es algo así como explicar que el buen tiempo para disfrutar de la playa consiste en temperaturas gratas, un cielo despejado y una tenue brisa. Pues sí. Pero ni el empleo que se está creando en Canarias en los últimos años tiene mayor calidad retributiva y formativa que el que florecía hace una década -en todo caso se ha acelerado y agravado la precarización- ni la inmensa mayoría de los parados mayores de cincuenta años conseguirán un empleo estable durante el resto de su truncada vida laboral. El realismo -como diagnóstico y como plan de acción- es el primer deber de un dirigente, de una clase política y de un Gobierno. Y las señales inequívocas apuntan a que Canarias -que jamás ha sido un país rico- está sufriendo una metamorfosis socioeconómica preocupante en la que se han acentuado viejos problemas e inercias sin mejorar sustancialmente las fortalezas: dualización social, pauperización de las clases medias bajas y trabajadoras, proceso de alejamiento de la renta per cápita nacional (el PIB canario alcanzaba el 97% de la media del PIB nacional en 2000 y en 2016 había descendido al 83%), caída de la productividad, pequeñez y fragilidad de un sistema de I+D+I que no despega. La pobreza no consiste en que no se pueda ir al cine o comer marisco: el empobrecimiento, la precarización laboral, el subempleo averían el ascensor social y se estratifican en una subcultura que se reproduce y se justifica a sí misma. La pobreza no es una desgracia individual, sino un factor de degradación e ineficacia que deslegitima el modelo político e institucional. La miseria y la dualización social son moralmente nauseabundas, desde luego, pero también económica y técnicamente suicidas.

Creer que un país puede ser viable con un 20% de desempleo, unas condiciones laborales cada vez más abusivas y decenas de miles de hogares sin ingresos o pendientes de una limosna de las administraciones públicas es disparatado. El esfuerzo presupuestario del Gobierno autónomo para 2018, especialmente en el sistema sanitario público, está muy bien. Con todos sus problemas y quebrantos, los sistemas públicos de sanidad y educación han sido los estabilizadores que han impedido un desgarro traumático de la cohesión social. Pero más tarde o más temprano deberá abordarse el establecimiento de una renta social mínima. No es una cuestión de justicia mesiánica y atropellada, sino de supervivencia, racionalidad económica y operatividad como proyecto social.