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Palabras en el Malpéis

Magín, el Orisha de la Rosa

Detrás de cualquier músico olvidado hay, casi siempre, una historia conmovedora. Si naces en Estados Unidos aún te queda una papeleta, en la lotería de la vida, para que alguien te convierta en un "Sugar man". Pero si te paren en Gamero, una pedanía del municipio colombiano de Mahates, departamento de Bolívar, donde el llano respira a selva y barro, el asunto se torna más complicado.

Magín Díaz nació en la negritud, en la afrodescendencia y su culturalidad, en un país donde hasta hace muy poco se despreciaba el aporte de la antigua esclavitud a las músicas y el alma colombiana. El tambor, el llamador y la tambora son los instrumentos sobre los que se construye una etnicidad musical donde se solapan la trova del cantor tradicional al que repica un coro en una letanía siempre bailable. En ese bullerengue de pueblo se crió el cantor.

En su relato de vida, cortando caña desde niño, contaba que se enamoró de Rosa, la hija del administrador de la finca donde trabajaba, y así fue como surgió un tema del mismo nombre, Rosa, que muchas décadas después popularizarían Joe Arroyo, Totó la Momposina o Carlos Vives ("De las flores, la más hermosa? es la que lleva el nombre de Rosa. Sobre su lira, regando flores, la llamaré? Rosa de mis amores, la que San Juan despertó"). Pero la canción no logró ablandar el corazón de la joven, que no aceptó el humilde amor de aquel negrito zafrero y analfabeto.

Cuando cerró el ingenio, ya hecho un cantor de voz prodigiosa, emigró clandestinamente a Venezuela para trabajar en la construcción. Por casualidad lo oyó cantar Cheo García, quien fuera durante años el director musical de la Billo's Caracas Boys, que lo invitó a sumarse como vocalista al popular conjunto de baile. En los años 70 regresó a su pueblo natal para enterrar a su madre y allí fundó una pequeña agrupación de tambores junto a algunos familiares, Los Soneros de Gamero, con los que animaban carnavales y fiestas en su departamento natal.

Como nunca aprendió a leer y a escribir no pudo disfrutar de las regalías en derechos de autor que pudieron darle algunas de sus más celebradas composiciones, que dejó al albur de otros u ocultas en el anonimato de lo tradicional. Hace dos años su nombre y su figura salieron a la luz gracias al esfuerzo de varios jóvenes músicos y un activista cultural y filósofo colombiano, Daniel Bustos Echevarry.

Ellos convocaron -con harto trabajo artesanal- a intérpretes y diseñadores gráficos de todo el continente para grabar y editar el primer disco en solitario de Magín. Conocí su música en Bogotá y me animé -después de que me diera permiso- a poner una nueva letra a uno de sus más celebrados estribillos para que formara parte de Jallos, el nuevo disco de Olga y Mestisay.

Con aquel original trabajo discográfico llegaron hasta Las Vegas hace dos semanas: el disco había sido propuesto a los Grammy latinos en dos categorías y Magín, a sus noventa y cinco años, se convirtió en el nominado más longevo de toda la historia de los prestigiosos premios. Con el alma henchida de orgullo se empeñó en viajar hasta la ciudad de las tragaperras después de pasar los controles médicos que aseguraran la conveniencia de aquel viaje.

Su disco, El Orisha de la Rosa, conquistó uno de los galardones a los que estaba nominado. Él no pudo recogerlo: estaba siendo ingresado en un hospital de Las Vegas, donde fallecería días más tarde; posiblemente cantando hacia adentro y en voz muy baja a aquella Rosa que le robó el corazón cuando era aún casi un niño.

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