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punto de vista

Prensa y Biblia

Se ha dicho que la lectura del periódico es la oración matinal del hombre contemporáneo. Y, ciertamente, la apertura matutina de un diario suele ir acompañada de algunas prácticas que pueden ser calificadas de rituales: arrellanarse en la engullidora poltrona, acodarse sobre la mesa amplia, beber café, fumar un cigarrillo, iniciar la lectura por la última página, o la de deportes, o la de cultura, recortar con la tijera una columna interesante. Son acciones cotidianas, rutinarias y simples, que aportan al lector interioridad, elevación, conocimiento, regusto, trasposición y alteridad. La concisa sentencia con la que Agnès Martin-Lugand intituló su novela lo expresa suficientemente: La gente feliz lee y toma café. Pero las connotaciones religiosas de la prensa no se circunscriben a los habituales ritos de ubicación y lectura, arriba señalados. Decía Karl Barth que, para hacer teología, hay que tener en una mano la Biblia y en la otra el periódico. Los autores de la primera pusieron por escrito, con la inspiración del Espíritu Santo, las acciones maravillosas realizadas por Dios en favor del antiguo pueblo de Israel o de la primera comunidad cristiana. Los del segundo, el discurrir de los días, agitados o pacíficos, productivos o estériles, felices o desdichados, en cualquier rincón del mundo. Los periódicos no pertenecen a lo que se denomina, en el ámbito de las religiones, "literatura canónica". Pero la captación de los momentos relevantes de cada día, que fotógrafos, corresponsales y redactores fijan sobre el papel, ¿no se asemeja a lo que, en aquellos siglos y lejanías, hicieron los autores de los libros bíblicos de Josué, o Jueces, o Samuel, o Reyes, o Crónicas, o Hechos de los Apóstoles? Observadores que anotaron, transmitieron, rehicieron, adaptaron acontecimientos en los que intervinieron imperios y familias, sacerdotes y profetas, hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, israelitas y extranjeros, judíos y samaritanos, apóstoles y evangelistas, justos y pecadores, sanos y enfermos, saduceos y fariseos, asirios y babilonios, persas y griegos, asianos y romanos.

La Biblia tiene algo de hemeroteca. Ya desde la primera página, coincidente con el capítulo 1 del Génesis, en la que se refiere la creación del mundo en siete días. Aquella fue la semana primigenia de la historia. Después, irían sucediéndose los meses y los años. Y en la página sacra ha quedado fijado su acontecer, para mantener vivo el recuerdo de lo que sucedió en tiempos remotos, y aprender a leer, desde aquellos hechos comunitarios o individuales, el presente. Fue escrita, no sólo como un fármaco contra el olvido, para que éste no tienda un lienzo de bruma que pixele el pasado, sino para que los lectores del mañana, que vivirán trances semejantes, con la misma angustia, o incertidumbre, o fortaleza, o esperanza, vean, en el espejo de esa napa inmensa de aguas cristalinas, remansadas en la balsa del texto sagrado, el contorno, y muchos pequeños detalles, de su propia historia. El Concilio de Trento definió, en 1546, el canon de los libros que constituyen la Biblia. Y, aunque ya está dogmáticamente cerrado, y no cabe incorporar otros nuevos, al lector no se le niega la posibilidad de que se recree, en su interior, con la idea de que, al sostener en sus manos las hojas sabanales de un diario, está leyendo la página última de la Biblia, compuesta, durante la noche anterior, en la rotativa del periódico. No sólo lee, sino que escruta las noticias, para descubrir, en ellas, los trazos de la Historia de la Salvación, incoada en la aurora de los tiempos, antes de que existiese la escritura, y continuada en el hodierno fluir. "Deja la actualidad, que se hace sola, y ve al presente, que te necesita", escribió el poeta malagueño Álvaro García. Y ahí es precisamente adonde el lector religioso de periódicos pretende llegar: a la realidad profunda, humana y trascendente, que latita bajo la pátina de los titulares, a la eternidad como presente continuo, a ese "hoy", que es, según la Biblia, inagotable, porque, en él, está Dios.

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