Hace más o menos un año murió Zygmunt Bauman, que inventó el concepto de la modernidad líquida allá por la década de los ochenta. Si al viejo Barman -un exmarxista que nunca perdió del todo las mañas- el fin de siglo le parecía haber convertido valores, convicciones e ideologías en un charco o en un sofá ergonómico, es difícil averiguar que le merecería la situación actual, en el que hasta las profecías son aguachentas. Cuando comenzó a circular la retórica de la posmodernidad todavía mandaba el Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Soviéticas: valga como recordatorio de cómo se pueden licuefactar todavía más las cosas. En España se vive una crisis política e institucional singularmente grave pero, por supuesto, a nadie le amarga ni el cava ni el roscón. Todo lo más cuelga una bandera en la ventana de la casa. (Nota: es curioso que la proliferación de las banderas españolas, y desde luego hablo de Santa Cruz de Tenerife, se concentre en el centro de la ciudad. En los barrios es difícil descubrir una bandera rojigualda bendecida por la Constitución: el patriotismo constitucional es céntrico, centrista y centrado). La volatilidad es extraordinaria y el independentismo catalán no desaparecerá ni aligerará sus demandas inmediatas: un orate desvergonzado y prófugo de la justicia, de una mediocridad hiriente y satisfecha consigo misma, aprovechará que su principal competidor está encarcelado para encabezar el soberanismo como una suerte de rey sin corona y seguir empujando así la farsa del procés a patadas si es necesario. Pero todo no se agota en la crisis catalana. El país tiene problemas y conflictos estructurales (diseño institucional, financiación autonómica, precarización del empleo, envejecimiento de la población, insostenibilidad a medio plazo del sistema de pensiones) sobre las que Mariano Rajoy, el mayor escapista gallego de la Historia, no sabe, no contesta. Está comprometida -para empezar- la aprobación de los presupuestos generales del Estado para 2018, para lo que es imprescindible que el PNV sume sus votos a los de Ciudadanos, CC y Nueva Canarias.

En las ínsulas baratarias Fernando Clavijo creyó cerrar un buen pacto acordando consigo mismo gobernar en solitario: una apuesta básicamente sustentada en el inapreciable valor del escaño de Coalición Canaria en el Congreso de los Diputados. Todos los hipotéticos méritos de la acción gubernamental son tuyos, pero en esta coyuntura la gente solo reconoce -y con cierta justificada fruición- los fracasos. El Gobierno coalicionero, y CC como proyecto político, ha devenido la diana común de todas las fuerzas parlamentarias. Cuando se lleva mucho tiempo en el poder -en este caso un cuarto de siglo- lo más razonable es una estrategia de apertura en el ámbito político y en el conjunto de la sociedad civil. No un encastillamiento, por cómodo y mullido que sea. Lo realmente curioso es que muchos dirigentes y altos cargos coalicioneros son capaces de anticipar perfectamente el infierno parlamentario del próximo año y medio en Canarias. Y lo asumen como una suerte de cruel destino, probablemente inmerecido. Pero el destino que sufre cada cual -bombero, encofrador, orquesta filarmónica o gobierno autónomo- suele ser su propia obra maestra.