Victoriano Ríos venía de unos años asombrosos en los que todavía algunos políticos se lo creían. Conviene no exagerar porque nunca fueran demasiados. El doctor Ríos estaba -y quizás, asombrosamente, siguió estándolo hasta el final- entre ellos. En puridad jamás fue un político: nunca aprendió bien las mañas ni formó parte de una plataforma de poder. Ni fue un joven tecnócrata del tardofranquismo almidonado a continuación por la UCD ni se pasó de la izquierda clandestina al posibilismo de todo a cien. Ríos era un profesional de cierta relevancia social -catedrático universitario y presidente del Colegio de Médicos- que a finales de los setenta, con un grupo de amigos, crea un partido microscópico y sin ninguna adherencia a la compleja y dinámica política del momento, el Partido Popular Canario. En 1980 el PPC se disuelve en el resurrecto Partido Nacionalista Canario, que un grupo de caballeros ligeramente inactuales -Bernardo Cabrera, Juan Pedro Dávila, Pérez Voituriez, José Diego Díaz Llanos- habían asumido más como relicario sentimental que como instrumento político. Por supuesto, suspiraban todos por Secundino Delgado, pero todos eran personas de orden. Qué curiosas refracciones ha disfrutado (o padecido) la figura de Delgado, cuya deriva política le llevó al autonomismo -no al independentismo-- y al anarcosindicalismo -no exactamente al reformismo social-. Ríos pudo haberse quedado ahí, comentando las noticias en tardes santacruceras de casino y aperitivo, pero ATI necesitaba -esa es la palabra- hombres referenciales. Porque Ríos no se convirtió en una figura de referencia después de ejercer cargos públicos, sino precisamente lo contrario.

Sus ocho años como presidente del Parlamento están cargados de anécdotas, porque Rios intercaló bajo su prolongada dirección distintas lecturas del reglamento: a veces era un literalista que exigía cumplimentar puntos y comas, otras un hermeneuta muy creativo y, finalmente, un presidente flexible, aunque tremendo en sus inusuales pero agudos ataques de ira. Después de 1995 no entró en el Gobierno porque no quiso y después quizás quiso, pero ya no pudo: el mundo de CC había madurado y comenzaban a desatarse dinámicas que terminarían aniquilando el sueño de una hegemonía política y electoral que parecía entonces al alcance de la mano. "Podríamos haber conseguido una situación como la del PNV en el País Vasco y la hemos desperdiciado", me dijo una vez. En el V Congreso Nacional de Coalición Canaria (2012) presidió la mesa de edad y pronunció un discurso inesperado que no figuraba en el programa. En esa intervención, la menos complaciente de las que se escucharon en ese congreso, Ríos recordó que desde 1995 el proyecto coalicionero no había dejado de perder votos, agregando además que había crecido el censo de votantes. "Es indispensable que hagamos una reflexión sobre estos resultados", dijo Victoriano Ríos con una voz que comenzaba a temblar, "para saber qué está ocurriendo, en qué nos estamos equivocando, para recordar que la unidad del nacionalismo canario debe estar por encima de todo". Observé algunos rostros mientras Ríos terminaba su arenga con evidentes señales de cansancio. Expresaban aburrimiento, distracción, impaciencia. Paulino Rivero estaba impávido. Como si Ríos fuera un chubasco que terminaría enseguida. Después explicó al plenario que todo iba estupendamente y que la condición indispensable para que las cosas siguieran igual de bien consistía en votarle como presidente del partido. Como secretario general el V Congreso de CC eligió a un tal José Miguel Barragán, que ya por entonces era un joven que prometía mucho.

Por la tarde Ríos se retiró a su casa. Me pareció verlo un instante, levantando la mano para despedirse en medio de los discursos inútiles de diminutos dioses archipielágicos, sin entender del todo las razones por las que nadie parecía preocupado ante la evidencia de que nadie entendiera nada.