La Provincia - Diario de Las Palmas

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OBSERVATORIO

La docta Ignorancia

Quienes nos hemos educado en el budismo siempre vemos con buenos ojos a los escépticos. Es bien sabido que cuando Buda fue preguntado por las "cuestiones fundamentales", si el cuerpo y el alma eran lo mismo, si el espacio y el tiempo eran infinitos o por el destino del despierto tras la muerte, guardó un cauto silencio o, como dirían los escépticos, prefirió suspender el juicio. Uno de los principales filósofos indios de todos los tiempos, el budista Nagarjuna, llevaría el escepticismo filosófico a una de sus cumbres, afirmando la vacuidad de todas las opiniones, incluida la suya. Si no hay evidencia suficiente, mejor dedicarse a la vida sencilla, controlar la ira y la vanidad, moderar la concupiscencia y tener a raya la codicia. Ello no equivale, por supuesto, a olvidar la filosofía o dejar de entretenerse con ella. De hecho, hay que hacerlo, pero siempre con esa distancia irónica que mostró Sócrates, con esa disposición a cuestionar las propias opiniones o incluso reírse de ellas. Lo que no implica ningún tipo de actitud irracional, de hecho, los filósofos irónicos de la India como Nagarjuna fueron expertos en lógica que se dedicaron pacientemente a desarticular los principios mismos de la lógica. Acudían a los debates con el único propósito de refutar las tesis de sus adversarios, siendo su única pasión no la victoria o el poder, sino descubrir el truco de magia, la tramoya que sostiene la ilusión colectiva del pensamiento. No aportaban opiniones propias, se limitaban a desmantelar las certezas de sus interlocutores, ésas que se presentan como un triunfo de la lucidez y la voluntad cuando no son sino añagaza y lazo para incautos.

Richard Popkin publicó hace ya unos años un excelente libro donde mostraba la influencia que ha tenido el escepticismo en el pensamiento moderno. Su planteamiento es esencialmente budista por varias razones. La primera de ellas es que "escéptico" y "creyente" no son términos opuestos. El escéptico duda de que pueda descubrirse la razón necesaria y suficiente de las cosas, la literalidad del mundo (frente a los devaneos de las metáforas), pero esa duda no le impide creer lo que considere conveniente. El escéptico lo que hace es limitar el alcance de la lógica y sugerir otro tipo de narración, no silogística, que no se apoye tanto en los dos principios fundamentales de la lógica, el principio de identidad y el de contradicción. Un planteamiento que no es en absoluto irracional y cuyo sentido vienen proclamando desde hace más de dos milenios budistas y pirrónicos. La identidad (A=A) no se da en la naturaleza, simplemente porque, como sostuvo Heráclito, las cosas viven en el tiempo, lo que les impide ser idénticas a sí mismas. Y la contradicción tampoco es algo que pueda darse entre las cosas, sobre todo en la vida intelectual, que está llena de contradicciones, como sabía Unamuno. Es decir, que si prescindimos de la identidad y del principio de contradicción, podemos perfectamente relegar la lógica al ámbito de lo abstracto (o al cielo platónico) sin que ello suponga ningún obstáculo para la investigación empírica. Todo lo dicho hasta aquí es una síntesis burda de lo que, de un modo mucho más sutil, enseñaron Nagarjuna y Pirrón de Elis. Si lo opuesto al escéptico no es el creyente, sino el dogmático, y si la ciencia procede dogmáticamente (si quiere avanzar no puede hacerlo de otro modo), se entiende que el escéptico no sea bien recibido en cátedras y laboratorios.

Solo sé que no sé nada

¿Qué pretende el escéptico? O bien probar o que no es posible ningún conocimiento o bien que las pruebas son siempre insuficientes. En el primer caso hablamos del "escepticismo académico", que surgió en la Academia platónica con Arcesilao y Carnéades y que ha llegado hasta nosotros gracias a Cicerón y la refutación de Agustín de Hipona. En el segundo se trata del escepticismo pirrónico, más antiguo, que nos ha llegado a través de Sexto Empírico. En la India los escépticos fueron llamados vitandines, por practicar un tipo de debate que se limitaba a la refutación y que acababa siendo una "demostración" de las limitaciones de lo discursivo. El objetivo de los escépticos académicos era mostrar que lo que decían conocer los dogmáticos no podía conocerse con certidumbre. Cualquier proposición contiene presupuestos que van más allá de lo empírico y todo conocimiento es a lo sumo probable.

Sabemos muy poco de la vida de Pirrón de Elis (ca. 360-275 aC), tan solo que fue el perfecto dubitativo y que prefería no comprometerse con ningún juicio. Sus intereses fueron más bien éticos y morales. Los pirrónicos consideran que tanto los dogmáticos como los académicos hablan demasiado. Los primeros asegurando que algo puede conocerse, los segundos que nada puede conocerse. Los pirrónicos no se comprometían ni siquiera con sus propios argumentos, su escepticismo era más una actitud mental y parecían no interesarse por todo aquello que estuviera más allá de las apariencias. Según ellos, los académicos no eran verdaderos escépticos sino dogmáticos negativos. El escepticismo de tipo pirrónico floreció en Alejandría y en la India en torno al siglo III, posteriormente resurgirá entre los escritores musulmanes y judíos, como el persa Algazel y el tudelano Yehuda Halevi, tradición que culminará en la obra de Nicolás de Cusa, cuyos argumentos socavan la confianza en lo racional-discursivo. La Docta ignorantia da cuenta del hecho indiscutible de que la finitud humana no puede captar la infinitud de Dios. La pasión por lo desconocido hace necesario traspasar los límites de las ciencias, constreñidas por el conocimiento silogístico y dogmático. Para Nicolás de Cusa la mente no es algo que tenga partes o se pueda descomponer. El espíritu humano es una copia del espíritu divino, pero mientras que el conocimiento racional exige la ausencia de contradicción, lo divino trasciende las contradicciones. En la cosmología de Nicolás de Cusa cada ser es despliegue y contracción del universo, de modo que "todo está en todo". Las negaciones han de ser superadas por la negación de la negación. Esa coincidentia oppositorum será un motivo recurrente de la mística hebrea, musulmana y cristiana, que consideran tanto la razón como la comprensión suprarracional elementos indispensables para acercarse a lo divino.

La defensa escéptica de la fe

Erasmo concibe su obra más conocida cabalgando por los Alpes. Regresa de una estancia de tres años en Italia y se dirige a Inglaterra para visitar a su amigo Tomás Moro. En Elogio de la locura se listan las "ventajas" de la estulticia frente a la razón. Cuán felices son aquellos que viven arropados por la necedad, situación a la que no escapan los "pedantes", ya sean gramáticos, filósofos, teólogos, obispos o reyes. Habla el bufón. Erasmo compone un ejercicio retórico, un juego de alabanzas de un objeto que no las merece. Presenta la locura como persona y pone en su boca el elogio de sí misma. Muestra en el espejo de loco la crítica de su época, tomando como blanco los diversos estamentos y grupos sociales. En la parte final, Erasmo abandona el tono lúdico y la broma. La locura se dirige ahora a los cristianos y los exhorta a una vida cristiana. El disfrute de lo eterno durante la vida se concede a los moribundos y los amantes. La filosofía platónica es la que mejor congenia con el pensamiento cristiano. Finalmente la locura regresa al modo irónico de hablar y se confunden de nuevo la broma y la seriedad.

Pero para comprender la defensa escéptica de la fe de Erasmo hay que entender su polémica con Lutero. El catolicismo romano había condenado el fideísmo como herejía, mientras que para los protestantes era un elemento fundamental del cristianismo cuyo origen eran las enseñanzas de Pablo de Tarso y Agustín de Hipona. El fideísmo sostenía que el conocimiento no era posible sin la fe. Lutero, Pascal y Kierkegaard fueron fideístas, sin que por ello negaran a la razón todo papel en la búsqueda de la verdad. Pero Lutero no sólo condenó el mercantilismo de las bulas vaticanas, también negó la autoridad de la Iglesia en materia de fe. Una actitud que reproduce la "herejía arquetípica" y se remonta a Arrio. Cualquier cristiano podía discernir lo que era justo e injusto en materia de fe. Como en el islam, se propone una relación con Dios sin intermediarios. Es la luz interior la que debe juzgar la Escritura. Lutero abre así la caja de Pandora, el eterno tumulto de la certidumbre personal, que abre muchas posibilidades y hace temblar al statu quo.

El tema, la situación, se repite una y otra vez en la historia del pensamiento. Para decidir una disputa hace falta un criterio, y la elección de ese criterio suscita ya una disputa. En ese círculo hermenéutico se mueve la querella. Los católicos tratan de mostrar lo poco digna de fe que es la propia conciencia y que, de seguir a Lutero, la cristiandad se verá abocada al caos y la anarquía religiosa (cada cual interpreta la Escritura a su manera). En ese contexto, la batalla por establecer un criterio verdadero de fe, Erasmo redacta en 1524 De Libero Arbitrio, que constituye una defensa escéptica de la fe. El rechazo tanto del intelectualismo como de las discusiones teológicas le han llevado a refugiarse en el escepticismo. Su desprecio de la dialéctica va acompañado de la defensa de una piedad sencilla y no teológica. La escritura no es sencilla, contiene pasajes oscuros, y dada la dificultad de establecer el verdadero significado, resulta más fácil delegar en la Iglesia y permanecer en una actitud escéptica. A Erasmo le escandaliza esa necesidad de certidumbre que tiene el intelectual. Prefiere al tonto cristiano que a los escolásticos de París, consagrados a desatar los nudos teológicos que ellos mismos han creado. Frente a las certezas de Lutero, así es como plantea el de Róterdam su cristianismo escéptico. La furiosa respuesta de Lutero, De Servo Arbitrio, no se hace esperar. No puede entender que un cristiano pueda ser escéptico (como hoy no se entiende que un científico pueda serlo de su ciencia). Para Lutero, el cristianismo es la negación misma del escepticismo y el enfoque de Erasmo no hace sino delatar su falta de fe.

En cambio, Francisco Sánchez sospechaba que en todo silogismo hay un círculo vicioso. Este gallego de origen hebreo, autor de un magnífico libro titulado Que nada se sabe ( Quod Nihil Scitur, 1576), sostenía que en el célebre silogismo socrático, las premisas estaban sacadas de la conclusión. Hace falta partir de lo particular para formar los conceptos generales de hombre y mortalidad. El silogismo no ha servido para fundar ninguna ciencia sino para echarlas a perder. Las ciencias tienden a definir lo oscuro con lo más oscuro y sólo sirven para apartar a los hombres de la contemplación de la realidad. Sánchez, como Nagarjuna y otros pirrónicos, inicia su obra afirmando que ni siquiera sabe si sabe nada, sospecha de abstracciones y generalizaciones, a las que acusa de poco empíricas, anticipando el empirismo radical de Berkeley y William James. La demostración es un sueño de Aristóteles, tan sueño como las utopías de Platón, Moro o Campanella. Si la ciencia existe, nunca habrá de ser un fárrago de conclusiones dialécticas sino una visión interna, una cultura mental.

El escéptico no suele pasar a la historia como filósofo, lo hace como hombre de letras. No construye grandes sistemas de pensamiento (como Spinoza o Hegel), prefiere el comentario y la digresión irónica. Sócrates, Erasmo, Montaigne y Kierkegaard son buenos ejemplos. Hume es la excepción, pero Hume se hizo célebre en su tiempo como historiador y hombre de letras, no como filósofo. Nadie hizo mucho caso a su Treatise. Las buenas gentes no disputan acerca de cosas que son ciertas o probadas, a no ser que estén locas. El big bang y la evolución de las especies no se discuten, la materia oscura o el entrelazamiento cuántico ya es otra cosa. Hubo épocas donde no se ponía en duda la existencia del Supremo, lo que se cuestionaba era el modo de conocerlo. La visión de una época puede ser mala, o puede negarse o incluso prohibir mirar ciertas cosas, ciertos objetos pueden obstaculizarla, la nuestra no es una excepción.

En el escéptico natural subyace el convencimiento de que la razón humana es incapaz de elevarse por sus propios medios. El ámbito de lo discursivo tiene sus limitaciones. La genuina filosofía no se encadena al silogismo o a la opinión de un autor, ni siquiera a su propio discurso. No son los sentidos los dignos de desconfianza, son los discursos, los hilos del razonamiento, el fantasma de la identidad, la demonización de la contradicción. El escepticismo no reduce al hombre a bestia sino que lo eleva, le enseña a ser desprendido frente a lo discursivo. Esa es la ironía fundacional de la filosofía.

Montaigne, sinfonía de la duda

Fiel al dictum socrático, el "qué se yo" de Montaigne se une a la "docta ignorancia" de Cusa y al "elogio de la locura" de Erasmo. Humanista hasta la médula, Montaigne desconfía de las pretensiones intelectuales del hombre. La filosofía no es para el francés más que poesía sofisticada. Las teorías de los filósofos son meras invenciones. Nadie descubre nunca lo que en realidad sucede en la naturaleza. No obstante, se aceptan algunas opiniones tradicionales como principio de autoridad. Si alguien pregunta acerca de los principios mismos, se le dice que no se puede discutir con quienes reniegan de los primeros principios. Montaigne revive el antiintelectualismo de Erasmo y redacta un panegírico de la ignorancia. Elogia a los recién descubiertos indígenas del Brasil, que pasan la vida en admirable simplicidad e ignorancia, y advierte que con cada cambio en nosotros mismos cambiamos nuestros juicios. La capacidad de conocimiento cambia con nuestras condiciones físicas y emocionales. Lo que juzgamos cierto ahora, nos parecía falso antes y quizá nos parezca dudoso en el futuro. A la luz de todo ello, lo mejor será vivir con las leyes y costumbres de nuestros padres. El pirronismo de Montaigne se convierte en conservadurismo: "puesto que soy incapaz de escoger, me pongo en la posición en que me puso Dios". No podemos si quiera saber si poseemos todos los sentidos necesarios para alcanzar el verdadero conocimiento. Como dirá tiempo después Berkeley, lo que percibimos son imágenes, no cosas. Quizá las cualidades que vemos en los objetos las impongamos nosotros y no estén en los objetos mismos. De ahí que en nuestros diversos estados de salud, vigilia o sueño, veamos diferentes cosas y no tengamos manera de saber cuáles corresponden a la verdadera naturaleza de las cosas. Nuestra condición acomoda las cosas a sí misma y las transforma en función de sus necesidades.

El ingenio de Montaigne ofrece una nueva versión del círculo hermenéutico. Hace falta una base objetiva para juzgar las apariencias, un instrumento judicial. Para verificar dicho instrumento, tenemos que ponerlo a prueba, pero para verificar la prueba necesitamos el instrumento. Tratar de conocer la verdadera naturaleza de las cosas es como tratar de coger agua con una red. Todo lo que podemos hacer en nuestro estado actual es seguir adelante en este incierto mundo de apariencias de un modo más pleno y empático. Y se acerca al fideísmo al afirmar que el completo escéptico se haya en condiciones de recibir la Revelación. Tras quinientos años de investigaciones, los expertos no se han puesto de acuerdo en si Montaigne era un creyente o un indiferente. Poco importa, su fideísmo es compatible con ambas interpretaciones, y nunca sabremos si trataba de defender o socavar el cristianismo. Cuando todo es duda, hemos de aceptar el cristianismo sólo por la fe. Esta afirmación fue suscrita por descreídos como Hume o Voltaire, pero también por firmes creyentes como Pascal, Hamann o Kierkegaard. En todo caso, parece claro que el Sócrates francés, que carecía de grandes inquietudes espirituales, no sólo atacó las ciudadelas del dogmatismo, sino que se opuso como Voltaire a cualquier forma de fanatismo e intolerancia.

Todo el mundo sabe que la lógica está llena de ambigüedades, sofismas y paradojas. Algunos que la naturaleza no está sujeta a las leyes de Aristóteles o Newton. En cualquier caso, las dudas de la filosofía escéptica son de gran valor para las ciencias. La certidumbre o es convencional y colectiva (un acuerdo común) o personal. En el primer caso sólo llega al corazón de almas gregarias y burocráticas, que obedecen iniciativas ajenas o han sido absorbidas por la institución que les da el sustento. En el segundo, cuando es interna, nos ayuda a conducirnos por la vida, a resolver dificultades y tomar decisiones, y carece de sentido convertirla en algo externo. Como decía Emerson, nadie convence a nadie de nada.

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