Hace un par de días, desde una cuenta en redes sociales, me preguntaron si yo era feminista. La respuesta exige reflexión y tiento, pero lo que está claro que es soy muy mayor. Este es un mundo extraño. Tengo que suponer que quien se dirige a mí es alguna organización o plataforma feminista o emprender una búsqueda de información por el océano internáutico. Y debo suponer, asimismo, lo que es ya quizás demasiado suponer desde mi sensibilidad viejuna, que a uno le pueden preguntar, y con cierta premiosa exigencia, si es feminista, mormón o vocal de los Trique-Traques. ¿O tiene usted algo que ocultar? Es asombroso, a mi juicio, que personas y organizaciones confundan la apertura participativa que brindan las redes sociales con una suerte de derecho a meter la nariz en las convicciones o la identidad de nadie.

Ensayé una modesta definición sobre los principios feministas básicos con los que me identifico: igualdad de derechos políticos, sociales y económicos entre hombres y mujeres y respeto a las opciones e identidades de todos los ciudadanos al margen de su sexo o su género, a los que hubiera podido añadir la articulación y divulgación de valores que pongan en el centro de la vida en común la autonomía moral del individuo, y en especial, de aquellos sojuzgados material, cultural y simbólicamente. El movimiento feminista es amplio, rico, variado y a veces contradictorio, pero ha sido globalmente positivo para las mujeres, es decir, para todos. Lo que se me antoja un pelín arduo es que todos y todas, en cualquier momento, debamos encajar con las exigencias y demandas de todos los grupos, estrategias y perspectivas teóricas feministas, incluyendo, también, aquellas organizaciones y entidades de hombres contra la violencia machista -más de una docena en el Estado español-. Las relaciones entre muchas entidades y militantes feministas y los hombres que, individual o colectivamente, se manifiestan contra la cultura machista y sus derivaciones criminales, por lo demás, no son precisamente óptimas. Al azar, por ejemplo, leo a un activista vasco que se plantea en un artículo que el gran debate versa sobre lo que hay que hacer con la masculinidad. ¿Reformarla o abolirla? Me siento ligeramente pasmado. No sé dónde tendrá este señor un botón para abolir la masculinidad en los próximos diez minutos o diez años. A saber qué entiende, por lo demás, por condición masculina, aunque se intuye que será una patología más o menos irreparable. En otro libraco una feminista advierte que los marichulos (sic) que se infiltran o pretenden infiltrarse como quintacolumnista en espacios próximos al feminismo deben ser identificados, condenados y expulsados a las tinieblas falocráticas. Son debates, hipérboles, particularismos y sensibilidades doctrinales que me recuerdan mucho a las discusiones y enfrentamientos intestinos en la izquierda entre partidos y facciones ideológicas, con los resultados históricos que están a la vista.

Quizás son imprescindibles acuerdos mínimos eficaces y eficientes. Porque las mujeres -y a veces sus hijos e hijas- siguen siendo asesinadas, sesenta en 2017, y la vida cotidiana aun está infectada de desigualdades e impregnada en una cultura machista. En Los Realejos fue asesinada una mujer que había denunciado a su agresor por un maltrato verbal reiterado. Esta es una situación de emergencia social. Más unidad dentro y fuera del movimiento feminista y más y mejores complicidades entre organizaciones políticas y sociales de hombres y mujeres para reclamar los 200 millones de euros que el Gobierno de Mariano Rajoy no aporta a fin de materializar el Pacto de Estado contra la Violencia Machista. Para empezar en los juzgados y en los servicios sociales y terminar en la construcción social del machismo patriarcal como sistema de valores: la escuela.