En el hemisferio de los aldabonazos suena fuerte, fortísimo, la factura de 1.143 euros pagada por cuatro turistas japoneses en Venecia por comer chuletón y pescado, que reacios al timo sin vaselina se fueron a la comisaría más cercana para mostrar la clavada y exigir responsabilidades. Mucho se habla de la turismofobia, de sociedades sobrecargadas en el plano material y emocional de turistas que invaden, descolocan o exterminan la vida cotidiana. Los naturales del lugar ya salen con pancartas en protesta por la pérdida del espacio vital, e incluso se enfrentan contra los que piden respeto a tan importante fuente de ingresos en lo que parece un conflicto civil que puede dar de sí. Capitales que tenían reguladas urbanísticamente sus zonas turísticas, aisladas de las residenciales, ahora viven una convivencia inestable, ya sea en el mismo seno de las comunidades de vecinos o por la obvia diferencia entre el modelo de vida de un trabajador y un turista de paso. El episodio del chuletón y las frituras de pescado a precio galáctico en Venecia nos vale como listón para tener en cuenta el peligro que entraña este cambio social. Pensemos en un caradura excepcional, sin escrúpulos, en el caso de la comida junto a las góndolas, pero también en cientos y cientos de pequeñas picarescas diarias en torno a desayunos, almuerzos, cenas y a la variopinta oferta de hospedajes al uso. Las consecuencias son para ponerse a temblar dados los efectos nocivos del fenómeno en la cuenta de resultados. Las mareantes cifras de ingresos por la llegada de turistas o las mejoras en los niveles para un mayor confort de los visitantes ya no son los únicos objetivos. Cabe hablar de una ética para el turismo, por supuesto que en las facturas, pero también en una atención transparente y de calidad en el trato. Venecia, con o sin chuletones, es un ejemplo de hipertrofia turística.
