En un artículo todavía reciente el maestro Félix de Azúa advertía que el turismo terminaría por destruirlo todo: el legado patrimonial y artístico, el rostro de las ciudades, los ecosistemas en las cumbres y en los mares. Hordas de turistas recorriendo incansablemente piedras centenarias o cagando en el mar o provocando incendios forestales o matándose estúpidamente mientras se arrojan por un precipicio atados con una cuerda elástica. Quien haya visitado (como turista, por supuesto, ya no quedan viajeros) Londres o Roma recordará la imposibilidad de un diálogo íntimo con la ciudad por la cacofonía incesante de parloteos, de cámaras susurrantes, de guías imperativos que señalan su presencia con una banderita o un paraguas multicolor. Azúa exageraba, pero para enseñarnos a mirar mejor lo que ocurre. Porque ciertamente el turismo - una industria espléndidamente próspera - puede reportar muchas ventajas, pero encierra un potencial destructivo que no debe ignorarse: su impacto reconfigurador en la economía productiva y espacial de las ciudades está descrito por una bibliografía cada vez más frondosa. Menos por estos andurriales, por supuesto.

Incluso podían encontrarse personas razonables entre aquellos que se escandalizaron cuando el fenómeno turístico comenzó a ser examinado críticamente. En Canarias hablar mal del turismo representa un pecado nefando. No parece demasiado discutible que el turismo - habría que sumar la construcción y las inversiones públicas en los últimos treinta años - mató mucha hambre y fue una vía de salida de una miseria secular. Pero para la creación y mantenimiento de una sociedad de amplias clases medias capaz de redistribuir renta y diversificar sus actividades económicas ya es un instrumento mucho menos eficaz, en especial, cuando se trata de un negocio al que las élites empresariales canarias son mayoritariamente ajenas. Las catástrofes del turismo se suelen resumir en degradación medioambiental y paisajística, pero son efectos corregibles. Otros impactos negativos, en cambio, resultan más difíciles de gestionar. Los alquileres de vivienda en Lanzarote y Fuerteventura, así como en los sures de Gran Canaria y Tenerife, se han disparado brutalmente. En locales majoreras y conejeras que comienzan a vivir un proceso de gentrificación que no entraña únicamente un coste económico más elevado para los vecinos, sino una pérdida de referencias culturales y simbólicas que amenaza la convivencia social. Un profesional de la enseñanza que debe trasladarse a Fuerteventura para impartir clases en un colegio o un centro de secundaria comprueba que, si tiene suerte, deberá apoquinar más de la mitad de su salario en concepto de alquiler por un apartamento microscópico y comprobará que la mortadela es casi un producto de lujo en el supermercado de la esquina. El alquiler vacaciones ya no es una anécdota marginal, sino un problema creciente para varios miles de canarios de las zonas más turistificadas del Archipiélago. Solo el grupo parlamentario de Podemos ha propuesto y exigidos medidas para enfrentarse con esta situación, pero una potencia turística como Canarias debe incluir la corrección de los impactos negativos de la actividad turística en la agenda política del país.