La Junta de Andalucía ha retirado a una pareja de forma temporal la custodia de su hijo de un año, después de que los médicos de un hospital gaditano le diagnosticasen palidez cutánea, anemia, deshidratación, malnutrición y carencia de masa muscular. Desde su nacimiento, sus padres le mantenían ajeno a todo control pediátrico y jamás le habían vacunado. Hasta la fecha el bebé ha venido siguiendo el sistema denominado "crianza por apego", que consiste en el contacto físico permanente con los progenitores, el amamantamiento a demanda, la oposición a la escuela infantil hasta los tres años y el traslado piel con piel sin uso de carritos, entre otras especificidades. El Gobierno Autónomo andaluz asegura que se trata de un caso de negligencia muy grave vinculado con la alimentación y los cuidados sanitarios del menor, que se ha visto colocado en una situación de peligro extremo.

A tenor de esta desoladora noticia, considero que es preciso aclarar que quienes deciden no vacunar a sus hijos provocan la colisión de varios principios universales. Uno de ellos es el derecho de todo progenitor a elegir lo que considera mejor para sus vástagos. Otro es el del propio niño a obtener para sí mismo los mayores avances sanitarios aceptados por la comunidad médica (aun cuando sus padres no los acepten). Y un tercero, extraordinariamente relevante, es el del resto de adultos y menores que cumplen escrupulosamente con los programas de vacunación a no ser contagiados por sus incumplidores. Nos hallamos, pues, ante un debate público muy serio y, por desgracia, todavía no resuelto desde el punto de vista legal y ético.

En contra de lo que muchos ciudadanos piensan, la vacunación en España no es obligatoria. Su ausencia ni siquiera supone un obstáculo para impedir la escolarización infantil. En nuestro país sólo es forzosa "en el caso de un brote infeccioso no controlado en un colectivo de personas no vacunadas por una infección que es prevenible mediante vacunación". Pero lo cierto es que los grupos contrarios a su aplicación son cada vez más numerosos y su repercusión, merced a las influyentes redes sociales, cada vez más notoria.

Las vacunas constituyen uno de los mayores descubrimientos en la Historia de la Medicina y son el elemento más importante de prevención del que disponen los facultativos. Gracias a su eficacia han desaparecido enfermedades muy frecuentes hasta hace pocos años pero, paradójicamente, a medida que erradican patologías antaño mortales, crece el número de personas contrarias a ellas. Inexplicablemente, nuestra avanzada (entre comillas) sociedad parece ahora más pendiente que nunca de sus posibles efectos adversos, por leves o raros que sean. Olvidan aquel pasado no tan lejano de desprotección frente a males como la viruela, la poliomielitis, el sarampión o la misma gripe. Quizás una información clara y precisa sobre su seguridad sería clave para que sus detractores comprendieran su trascendencia y se evitaran casos tan lamentables como el que nos ocupa.

En el caso de España, uno de los principales puntos que mueven a confusión es la inexistencia de una programación unificada, puesto que cada Comunidad Autónoma decide qué vacunas incluir en el calendario oficial y cómo se deben administrar. Sea como fuere, las vacunas son un derecho de los hijos y una obligación de los padres, que deben proporcionarles las herramientas existentes para evitar que enfermen. Es cierto que no son perfectas, pero casi. Tan cierto como que los avances científicos en materia sanitaria van dirigidos a mejorar las condiciones de vida de los seres humanos. Lo que no parece de recibo es apuntarse a estas corrientes que adoptan posicionamientos de riesgo y que ponen en claro peligro a terceros inocentes. Ojalá esta criatura a la que, finalmente, tuvieron que llevar a Urgencias, se recupere satisfactoriamente y su caso sirva para recordarnos que vivir en sociedad implica cumplir ciertas normas y recomendaciones, con independencia de que nos gusten o no.

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