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La suerte de besar

La oportunidad de su vida

Una chica de unos veinte años quiso apuntarse a un gimnasio. Concretamente, a clases de zumba dos días a la semana. Llegó al centro ilusionada y solicitó la inscripción. La mujer que la atendió la escuchó, no le sostuvo la mirada, titubeó y le pidió que esperara porque debía hacer una consulta. Entró en un despacho y unos minutos más tarde le dijo que lo sentía, pero que no podía inscribirse. La chica volvió a casa y contó lo que había pasado. Su madre, segura de que había habido una confusión, volvió al gimnasio para acabar de formalizar el papeleo y pagar lo necesario. Pero no, no era un error. No se podía apuntar porque preferían no tener a personas como ella. "Es que otra persona como ella se enamoró del monitor y fue incómodo". La gimnasta fallida tiene síndrome de Down. Un abogado presenció los hechos e informó de la gravedad. Al cabo de unos días, la llamaron, se disculparon y le ofrecieron regalarle la matrícula y medio año en cuotas. Ni la chica ni la familia lo aceptaron. No por orgullo, sino porque es mejor no estar donde no te quieren y no te miran bien. Sobre todo, si eres una persona vulnerable.

Recuerdo esta historia después de leer que la semana pasada, en un pueblo de Cuenca y durante un acto comercial de una firma de productos de salud y bienestar, una mujer de 49 años con síndrome de Down fue expulsada del evento. El motivo fue que podía asustar a la gente. Según la versión de las hermanas de la afectada, alguien de la organización dijo que podía llegar a molestar. La empresa organizadora lo niega. El alcalde, las hermanas y algún que otro testigo de la localidad corroboran la versión de la familia. Varios asistentes abandonaron el recinto por solidaridad, el comité que representa a diferentes entidades que trabajan con personas con discapacidad ha condenado los hechos y algunos políticos también. Se apela a la Convención de Derechos de la ONU y se exige justicia. Mientras, un vídeo de la mujer llorando y enjugándose las lágrimas en compañía de sus hermanas corre por las redes.

La ONU me queda lejos en estas situaciones. Los comunicados y las declaraciones, también. Son de agradecer, pero ante una injusticia tan mayúscula, me quedo paralizada. Asombrada. En la película de Hollywood que pasa por mi cabeza, imagino cómo todo el auditorio se levanta y planta a la empresa organizadora. Cómo caen las acciones en Bolsa y cómo, finalmente, la dirección se da cuenta de lo injusta, maligna, prejuiciosa e ignorante que ha sido. También acepto algo más sencillo. Que la persona que echó a esa mujer del evento, o la que no permitió que mi hermana se inscribiera en el gimnasio se pregunten cómo se sentirían si alguien las rechazara por el mero hecho de ser. Y que actúen en consecuencia.

A los responsables del gimnasio les diré que perdieron la oportunidad de mejorar el ambiente de su centro y de conocer a una gran mujer. Con sentido del humor, empatía a raudales e intuitiva. Observadora y detallista. Sensible, educada y cabezota. Una persona infinitamente bondadosa, algo comodona y la más tolerante y respetuosa que he conocido. Todo esto pienso mientras veo la imagen de la mujer llorando y enjugándose las lágrimas. Qué pena por la organización. Han perdido, probablemente, la mejor oportunidad de su vida. Aunque aún no lo sepan.

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