El caso de la señora Cifuentes, irregular concesión de un titulo universitario mediante un escandaloso trato de favor (exención de asistir a clase, simulación de trabajos, falsificación de actas y otras tropelías) ha tenido al menos la virtud de poner al descubierto la estructura de funcionamiento de la Universidad Rey Juan Carlos I. Una institución pública creada durante la etapa de gobierno de Ruiz-Gallardón y desde entonces oficioso centro del poder académico del PP madrileño. Allí obtuvo su máster en Derecho Autonómico y Local Cristina Cifuentes cuando era delegada del Gobierno. Y allí obtuvieron otros títulos de parecido valor destacados dirigentes del Partido Popular, entre ellos el joven diputado Pablo Casado, vicesecretario de Comunicación de la citada formación política y rumoreado a sustituir a la señora Cifuentes como candidato a presidente madrileño en las próximas elecciones.

La investigación sobre este nuevo asunto acaba de comenzar y, aunque no sabemos si podrá adquirir el nivel de gravedad del anterior, de momento ha obligado al señor Casado a reconocer que él tampoco acudió a clase como es preceptivo para el resto del alumnado. En una sociedad con profundos deseos de regeneración democrática, estos dos casos de supuesto trato de favor (y los que vengan en camino) serían un magnífico pretexto para iniciar un sano proceso purificador, pero nos tememos que acaben por derivar en una cacería entre partidos tal y como ha ocurrido otras veces. Y una vez cobrada la pieza principal, hasta la próxima cita cinegética. Una oportunidad perdida que aquellos que estudiamos y obtuvimos nuestros títulos en la Universidad de la dictadura somos los primeros en lamentar. Entonces, las pocas universidades que existían eran estatales, excepto las de Deusto y Comillas que eran de los Jesuitas, la Pontificia de Salamanca creada en 1940 por Pío XII, y la de Navarra que era del Opus Dei. Había muchos menos estudiantes que ahora, y el presidente del tribunal en las oposiciones a cátedra era nombrado por el Ministerio de Educación porque había que mantener el control ideológico del personal encargado de formar a la juventud.

Por supuesto, y durante muchos años, acceder a los estudios universitarios estuvo reservado a personas de familias relativamente bien acomodadas, mientras los hijos de las clases trabajadoras estaban destinados a ocuparse en los mismos empleos que habían desempeñado antes sus padres. Hubo, eso sí, casos excepcionales de inteligencia y esfuerzo que permitieron acceder a estudios superiores pero desgraciadamente fueron los menos. Y la diferencia brutal entre una clase y otra se patentizaba a la hora de cumplir con el servicio militar obligatorio. Los estudiantes universitarios eran formados en campamentos como mandos militares y se licenciaban con graduación de oficiales o suboficiales, y los trabajadores en cambio como clase de tropa. Por lo demás, la vida universitaria que yo conocí no se salía demasiado de las rutinas y de las travesuras que se describen en La casa de la Troya, la famosa novela de Pérez Lugín. Hasta finales de la década del sesenta no hubo contestación callejera contra la dictadura ni complicidad reseñable con el movimiento obrero. Confiábamos por tanto en que con la llegada de la democracia y la proliferación de universidades (hay 50 públicas y 33 privadas) se corregirían defectos del sistema, pero se ve que no.