Las Palmas de Gran Canaria arrastra desde hace varias décadas la frustración por la falta de una intervención urbanística y arquitectónica que devuelva el Guiniguada a sus ciudadanos, tras ser convertido en los años setenta en una autovía rápida que daba salida al tráfico en dirección al centro de la Isla. Esta desilusión la alimenta, por un lado, el carácter referencial que tiene el espacio en la memoria colectiva, como eje de paso con sus puentes y como barranco que corría con las lluvias, y por otro, la necesidad de acabar con un obstáculo obsoleto que divide el área histórica de Triana y Vegueta. A grandes rasgos, estos son los estímulos que animan una campaña promovida por el Gabinete Literario, con la adhesión de otras sociedades civiles, para que el Gobierno regional, el Ayuntamiento y el Cabildo, desde sus respectivas competencias en ordenación del territorio y en materia viaria, asuman el propósito de crear las condiciones para liberar de la autovía a Las Palmas de Gran Canaria.

Pero desatascar la idea y llevarla a la realidad no parece tan fácil, sobre todo cuando se trata de una operación que no da réditos electorales inmediatos al requerir una tramitación engorrosa debido a los pertinentes informes técnicos y a la garantía de una financiación.

Podría ser o no la causa de este expediente eterno, que tuvo su último latido con la eliminación -por cierto, con la oposición del Gobierno canario- del llamado scalextric del Teatro y la transformación de la zona en un bulevar. En todo caso, la justificación no nos vale: el logro de una Circunvalación para la capital, tal como se argumentó a la hora de gestarse el macroproyecto, debe ser la mejor alternativa para disminuir el tráfico en el centro de la ciudad en beneficio de los peatones.

Resultaría contradictorio o como menos ininteligible el argumento de que la autovía actual no puede perder dicha categoría dada la insuficiencia de otras entradas viarias, en referencia al túnel de San José, a la hora de absorber el tráfico en caso de un imprevisto. Dicha tesis, al parecer la que mantiene en activo el tramo de asfalto del Guiniguada, nos llevaría a la conclusión de que las nuevas infraestructuras capitalinas o se han desarrollado con reducida perspectiva de futuro o se llevaron a cabo con la idea de que la autovía iba a quedarse ahí para siempre como una carretera de evacuación para causas sobrevenidas.

La larga espera sobre qué hacer con el Guiniguada ha tenido sus consecuencias. La capital vive en la actualidad un crecimiento de los usos hoteleros en su casco histórico, quizás un retorno a tiempos pasados en los que en esta parte de la ciudad proliferaban los hoteles.

Otro tanto de lo mismo se puede decir de los locales de ocio y culturales, con el Teatro como pivote, así como la consolidación de las visitas a una oferta museística por todos conocida. Frente a esta efervescencia turística y como área de moda, el residuo de la autovía, cuyo declive paulatino ha hecho de ella un territorio de la dejadez, atestado de vehículos en un cuneta elevada a aparcamiento ante la pasividad municipal, tomada por los aparcacoches, con muros semidestruidos, ajardinamientos que han dejado de serlo, restos de antiguos terrenos agrícolas... Una descripción de males sólo atenuada por la visión de El Risco y las palmeras que pintó Oramas, o por el porte de los inmuebles de El Toril, afectados todos ellos, empezando por el Rectorado de la Universidad, por la tira de asfalto.

La abultada deuda de los gestores públicos con la ciudad por el expediente Guiniguada puede ser contrastada con los proyectos que fueron guardados en el cajón a la espera de un mejor momento, y de los que ha dado cuenta este periódico desde que se dio a conocer la campaña promovida por el Gabinete Literario. Hay que dejar claro a la sociedad que estas ideas juntos a otras venideras no servirán de nada si las instituciones responsables no llegan a un acuerdo para descatalogar la carretera. Hacer ya un concurso de ideas, como ocurrió en 1983, sería echar agua sobre mojado: el retorno a la parálisis. Urge, pues, que los representantes públicos adquieran conciencia de lo importante que es para Las Palmas de Gran Canaria la eliminación de este obstáculo, ya sea desde el punto de vista paisajístico, movilidad vecinal, sostenibilidad, y por supuesto, desde el ámbito social y económico para competir contra otros destinos turísticos. Y, cómo no, para que la capital alcance el reconocimiento de Patrimonio de la Humanidad.

El hecho de que el criterio arquitectónico y urbanístico no se encuentre ahora en primera línea, siendo lo apremiante la cuestión burocrática, no anula la conveniencia de referirse al carácter revulsivo de la intervención. Sin ir más lejos, la variedad y categoría de los pronunciamientos profesionales que se han producido hasta ahora deben ser suficientes para que los gestores públicos no escatimen esfuerzos en ponerse de acuerdo, y también para que la sociedad civil asuma su parte de responsabilidad para que se lleve a cabo una operación a la que nadie se opone, más allá de las diferencias sobre cómo acometerlo. Una expectación, por otra parte, que traduce la sed por iniciativas para el bienestar general por la que pasa esta capital. Y sin lugar a dudas, el Guiniguada es una de ellas.

Buscar la mejor solución no se constriñe sólo a dejar descubierto o no el barranco, ni al número de puentes que habría que colocar, ni a la vegetación a plantar, ni a qué hacer con los enormes muros que afectan a los vecinos de los dos lados... Es todo ello y mucho más. El Ayuntamiento, tras la liberación de la vía, debe ser ambicioso y convocar un concurso con un jurado de prestigio e independiente para llegar a un proyecto con perspectiva, donde se tengan en cuenta parámetros como el cambio de ubicación de la depuradora de Barranco Seco, una posible desafección de la zona militar, su conexión con el corredor verde del Guiniguada o el enlace con el litoral marítimo. Sólo con esta amplia mirada, sin cortapisas, se podría hablar de un acontecimiento alejado de la típica actuación precipitada en la que prima, por encima de otros factores, la celebración electoral. Un concurso, además, cuyo resultado debe ser asumido como garantía de una idea realizable, no como el preámbulo para lo imposible o para lo que va a ser un bosquejo sobre el que trabajará el político de turno con su equipo técnico. Es un listón bastante alto, pero evita volver a entrar en la espiral de frustración o en la intervención fallida.

Tampoco se puede ser indiferente ante el potente arraigo que tiene el Guiniguada entre las vivencias de los vecinos, cuyas generaciones guardan en la retina la visión de un barranco desbordado por las lluvias, o que tienen sus antiguos Puentes de Palo o de Piedra como epicentros de un municipio que empezaba a crecer inmerso en una economía agrícola con grandes carencias, pero que acariciaba el progreso con un puertofranquismo de bonanzas. Y, entre todo ello, personajes tan literarios como Andrés el ratón. El imaginario no anda, pues, escaso de un entramado sociológico, si se nos permite la expresión, en torno a este cauce entubado. Hacer mención a los mismos no es, ni muchos menos, un ejercicio para poner de cara al futuro Guiniguada el acento en la nostalgia, sino más bien para llamar la atención sobre una arquitectura y urbanismo que atienda al contexto, que piense en el significado de este territorio para la ciudad y que tenga en cuenta su presencia social pese al tiempo pasado desde su desaparición y al fracaso acumulado.

Todas estas singularidades no deben interpretarse como com-plejidades de difícil superación. Abordar el Guiniguada en toda su extensión es un reto, un esfuerzo de las instituciones afectadas, quizás una de la operaciones de cirugía más importantes de esta capital. La agenda política no puede volver a aplazarlo.