Lo reconozco, me equivoqué. Hace cinco años, cinco justamente, publicaba en un blog de El País, a instancias de Carlos Arroyo, un artículo con el mismo encabezamiento que este. Decía que, en poco tiempo, todo el sistema educativo estallaría por los aires porque, al contrario de lo que proponía, seguía produciendo ignorancia, el mayor contrasentido posible a cualquier programa de instrucción general. Pero, erré en el estamento o, tal vez, en el nivel de enseñanza. Los últimos acontecimientos, relacionados con la fraudulenta obtención de un máster universitario, han puesto de manifiesto que el error ha sido por defecto. Debí haber apuntado más alto, mucho más hacia la cabeza del sistema, en dirección a la parte donde supuestamente los filtros aplicados habrían de haber sido el freno oportuno a lo que ahora parece que ya es de dominio público. La enseñanza está entrando en barrena, y sólo era cuestión de tiempo, como también expuse en su momento.

Una cosa es innegable, a la vista de lo acontecido con el enigmático máster de la señora Cifuentes. El principal perjudicado es el alumnado, y esto es así por mucho que sea el afán, de unos y otros, en que se hable de la educación en general y se orille el daño ocasionado a la enseñanza. No obstante, y como el caso de la presidenta de la Comunidad de Madrid va para largo, aprovecho la ocasión para explicar por enésima vez los problemas -algunos los llaman cánceres de la educación española- que sacuden al sector. En primer lugar, la comprensividad, un engendro pedagógico que, prueba tras prueba, vuelve a causar vergüenza ajena, pese a que las instituciones, al menos en España, se enroquen en su defensa. En Suecia, por ejemplo, ya están a las puertas de darle el finiquito, puesto que recientes estudios han desmontado el mito finlandés hasta el extremo de desacreditarlo ab origine. En un segundo plano, la formación de un entorno favorable a esta estrategia metodológica, algo en principio nada negativo, pero que ha terminado por convertirse en una secta, tremendamente nefasta para los profesionales y su propia valoración social, porque, según la especie extendida por este círculo opresivo, los maestros y profesores somos los culpables del fracaso escolar imperante en suelo hispano. En tercer lugar, y como resultado directo de los anteriores en combinación con opciones ideológicas que propugnan ideas o visiones parecidas de la realidad política, están el relativismo pedagógico y moral, el paternalismo y la eliminación de la responsabilidad entre el alumnado. Tres factores tóxicos -y el epíteto está elegido a conciencia- que ahogan tanto el deseo primario de aprender como el ansia profesional por enseñar. El relativismo dificulta el reconocimiento de la verdad que, finalmente, claudica en su elevado propósito. Las certezas se pierden entre el vocerío del alumnado y la burocracia institucional. El conocimiento queda en nada, en simple y pura aspiración, en un noble recuerdo de lo que fue la educación en otros tiempos. Por su parte, el paternalismo, siempre en vanguardia, lo perdona todo, hasta la necedad y la ignorancia, no menos que la violencia o el acoso entre iguales. Jamás habían crecido entre los adolescentes ideas contrarias a la tolerancia como lo hacen en estos días, incluso se asumen con descaro roles machistas que se creían felizmente superados. Y lo más paradójico de la situación es que se persiste en proclamar a las nuevas generaciones como las mejor preparadas de la historia de España. Pero, he dejado para el final un asunto que, como profesor de Ética, me suscita una seria reflexión: la responsabilidad del alumnado.

Aunque provenga de un prejuicio sectario, lo habitual es que se entienda que la autoridad hunde la creatividad en el espacio educativo, que intimida o, directamente, impide la opción crítica. Y, sin embargo, hoy más que nunca, los alumnos brillantes se refugian en la figura del profesor autoritario para protegerse de los acosadores o de los gandules (perdón, los "objetores escolares", cosas de la terminología pedagógica al uso). Ellos saben que su interés por el progreso académico es inversamente proporcional a la responsabilidad de sus compañeros, si bien, y aquí está una de las contradicciones más flagrantes, el modelo actual premia a los irresponsables, a los dejados y a los absentistas. Es el paternalismo en su versión buenista, otro de los males que enturbia y enerva a la comunidad educativa. Cualquier profesional de la enseñanza que se vista por los pies sabe que un sistema de instrucción debe garantizar la equidad y la excelencia -no se olvide-, promoviendo la responsabilidad entre sus pupilos, y ello solamente se consigue haciendo comprender al alumnado que las acciones generan unas consecuencias, las que sean, y que la madurez personal únicamente se alcanzará cuando se asuman los actos de uno. Tan sencillo y, por desgracia, tan olvidado por este sistema educación.

El máster fantasma de Cristina Cifuentes es el precipitado de estos males, un cóctel que ya cansa a los que sentimos la enseñanza como algo más que un oficio. De todo hay en su desarrollo: desde la comprensividad ("los profesores se adaptaron a mis necesidades") hasta la ausencia de responsabilidades (nadie está en condiciones de afrontar nada, ni la actora ni los representantes institucionales), pasando por el paternalismo de algunos individuos que se atreven a "reconstruir" actas de evaluación inexistentes. Una estafa en su completa extensión. Pero, un perjuicio patrimonial, como así la define la RAE, a un colectivo mucho más amplio que los afectados, que la propia universidad, que un modelo educativo. Una estafa a los españoles, sobre todo, a los que compartimos la ilusión por una educación justa, responsable y en busca de la verdad.