Personalmente no encuentro otra justificación para el fútbol que haber servido de excusa argumental para los estupendos cuentos de Fontanarrosa. Quizás, es cierto, porque nunca he jugado al fútbol, por dos razones básicas que me facilita el propio Fontanarrosa: mi pierna derecha y mi pierna izquierda. Los aficionados no son capaces de entender lo cargante que resulta el ilimitado monopolio del fútbol en las conversaciones de los lunes y la cobertura demencial que les prestan a ligas y competiciones los medios de comunicación. Como aquel mapa de un reino fantasioso que imaginó Borges y que reproducía tan exactamente los detalles que terminaba teniendo la extensión del país, no son infrecuentes programas radiofónicos de hora y media para explorar una enloquecida hermenéutica de un partido que duró hora y media. Supuestamente el fútbol -un fabuloso negocio económico tan enturbiado como nutrido por símbolos comunitarios y sentimientos tribales- es una realidad portentosamente compleja. Pero en el fondo consiste simplemente en ganar o perder. Ganar lo justifica todo y perder representa una humillación sin límites. Moralmente no existe espacio para nada más. La ética del fútbol, más que prekantiana, es procavernícola.

Los principales equipos de fútbol de Canarias -la UD Las Palmas y el CD Tenerife- están presididos y son propiedad accionarial muy mayoritaria de dos empresarios que -digamos- atraviesan desde hace años muy delicadas situaciones judiciales y financieras. Pero eso no suele ser objeto de comentario informativo o crítico en los programas o en las secciones deportivas. He perdido la cuenta de cuántas instituciones y corporaciones públicas han condenado las prácticas empresariales de Miguel Ángel Ramírez, denunciando el impago de los sueldos de cientos de sus empleados, pero jamás se ha escuchado una pitada de protesta por sus andanzas judiciales o sus amnesias salariales. Está perfectamente claro que Miguel Ángel Ramírez es el dueño de la Unión Deportiva, al igual que Miguel Concepción, otro ejemplo, es y sigue siendo el celoso patrono del CD Tenerife aunque lluevan sentencias de punta. A las respectivas hinchadas las trae absolutamente al pairo que sus equipos estén representados por caballeros tan cuestionables que, como es obvio, metieron pasta en esto para adquirir una plataforma de poder, influencia y estímulo reputacional. En los países anglosajones los millonarios fundaban bibliotecas, financiaban becas o mantenían universidades; en España o Italia compran equipos de fútbol y contratan gladiadores de su propio bolsillo para contentar a una plebe agradecida.

Y todo va bien -como siempre- hasta que de nuevo se comienza a perder. Como la desahuciada UD Las Palmas frente al deportivo Alavés el pasado domingo. "Al infierno de la forma más miserable", tituló un compañero una crónica espeluznante. Lo que sublevó a los espectadores fue perder el partido sin un ápice de dignidad. Y entonces se viraron hacia el palco y se oyeron los gritos unánimes pidiendo la dimisión de Ramírez. Pero Ramírez no estaba en el palco. En realidad jamás ha estado ahí para recibir críticas o denuestos y menos todavía por la bobada de quedarse en segunda división. A ver si lo entienden. Esto no son sentimientos. Esto no es patriotismo deportivo. Ni la victoria ni la derrota justifican a Ramírez en el palco. Esto no es la victoria exultante ni la derrota aniquiladora. Se lo toman ustedes como algo personal, pero sólo son negocios. Para Miguel Ángel Ramírez la UD Las Palmas sólo es un negocio que se llama Miguel Ángel Ramírez.