La escandalera de la dimisión de Cifuentes nos ha distraído de una entrevista tremenda que le hizo Pepa Bueno a Pedro Agramunt, senador del PP acusado por una comisión de la Asamblea del Consejo de Europa de recibir sobornos (dinero, caviar y putas) del Gobierno de Azerbaiyán. "¿Le compensaron con prostitutas?", le pregunta la periodista al senador. "Ojalá", responde su señoría. "¿Ojalá le hubieran compensado con prostitutas", repite Bueno estupefacta. Por supuesto: Agramunt no repara en las prostitutas, sino que argumenta melancólicamente su situación de varón a media asta. Ordinariez, cutrerío, miseria intelectual y política envolviendo la corrupción autosatisfecha y cañí del PP. El presidente Fernando Clavijo ha aceptado una propuesta de Podemos para montar una Oficina Anticorrupción. Las agencias contra la corrupción forman parte del acervo propositivo de muchas fuerzas de izquierda, porque la izquierda suele tener una confianza casi ilimitada en el poder redentor de la burocracia. La experiencia pionera en estos artilugios administrativos fue la Oficina Antifraude de Cataluña, creada en 1998, y que cuenta actualmente con un presupuesto de unos cinco millones. Cabe recordar que su segundo director, Daniel de Alfonso, debió dimitir, al descubrirse una conversación suya con el entonces ministro del Interior, Jorge Fernández, en el que se le exigía encontrar escándalos basurientos entre dirigentes y cargos públicos independentistas. De Alfonso no solo comprendía al ministro, sino que se ponía a su disposición. Lo más gordo que recuerdo en la ejecutoria de la Oficina Antifraude catalana es el informe que remitió a la Fiscalía en el que se acusaba a Acciona de facturar 13 millones injustificados a la Generalitat, a la que instaba a suspender el contrato con la compañía con la que Artur Mas firmó la mayor privatización ejecutada jamás por el Gobierno catalán: la venta de la sociedad de gestión de aguas públicas Aigües Ter Llobregat por valor de 1.000 millones de euros. Del informe nunca más se supo. El escaso impacto de la oficina catalana no se deriva de malos directivos o funcionarios mediocres. Básicamente es una consecuencia de un ámbito competencial y operativo muy limitado y hasta gaseoso. No puede hacer otra cosa que remitir informes al Ministerio Público ni los cuerpos y fuerzas de la Seguridad del Estado están legalmente obligados a mantenerla al tanto de sus investigaciones y pesquisas. El combate contra la corrupción debería centrarse en iniciativas y medidas políticas, jurídicas y normativas más concretas y menos nominalistas. Hace más de dos años Podemos -junto a otros partidos como el PSOE, el PP, Ciudadanos o IU- firmó una plataforma de propuestas impulsada por la Fundación por la Justicia, entre las cuales figuran la homogeneización del régimen de incompatibilidades en todos los ámbitos de las administraciones públicas, la creación de unidades de policía judicial adscritas a jueces y fiscales, la reforma de la ley de protección de testigos, la limitación drástica de los indultos, la introducción del delito de enriquecimiento ilícito, la ampliación a 30 años de los plazos de prescripción de los delitos de corrupción o la supresión del Senado y las diputaciones provinciales. Casi todas las medidas tocan los aspectos más instrumentales para evitar, dificultar y castigar a corruptores y corrompidos. Tal y como ha hecho notar la economista Elena Costas Pérez, si se relaciona la existencia de agencias antifraude con los índices anuales de Transparency Internacional se puede constatar que los países más corruptos son los que más oficinas anticorrupción soportan mientras los gobiernos más limpios y transparentes no han necesitado ese instrumento semidecorativo que suele terminar cooptado por intereses partidistas o directamente intervenido por autoridades locales o ministeriales.