Casi no puedo relatar recuerdo alguno de esa etapa de la vida que suele ir entre los trece o catorce años y se prolonga hasta no se sabe cuándo, en teoría es el tránsito de la infancia a la juventud. Sin embargo, siempre me ha resultado muy difícil saber cuándo estuve en una o en otra, o en cuál estoy ahora, pues a veces me siento infante, en exceso joven, otras, me reflejo adolescente en el espejo del alma, y, las menos, maduro como debe de corresponder a mi edad, si es que la madurez es un océano de dudas, cual es mi caso.

Pero esta semana, estos últimos quince o veinte días, he tenido una fuerte sensación de adolescencia en todo lo que ocurría en la vida pública española e internacional. Es el constante choque entre cariños, grandes abrazos y besos, con grandes broncas, peloteras varias y discrepancias. Todo al mismo tiempo, sin pausas y con mucho griterío. Lo de las dos Coreas, después de no haber firmado nunca la paz, ni ellos ni los EE UU, después de amenazas severas, de alardes nucleares y no sé cuántas barbaridades más, resulta que el asunto puede acabar con la concesión del Nobel de la Paz a Donald Trump, presidente de los USA. Cosas veredes.

El terremoto de la comunidad de Madrid, de su presidenta dilapidada por la opinión pública y publicada, con motivos razonables o no, ha rebasado todas las erupciones de acné juvenil que en el mundo han sido. La sentencia de Pamplona no ha tenido desperdicio, o mejor, es un gran desperdicio y despropósito, pero parece que los jueces no pueden ser objeto de crítica ni comentario: a ver si resulta que son infalibles, como el obispo de Roma, y no nos habíamos enterado.

Y es que me lo decían el lunes en un restaurante de las afueras de Madrid: "El otro día estuvo por aquí don Laureano, y nos hicimos unas fotos; todos los camareros somos de las Rías Bajas, menos uno que es de Padrón, en la frontera..." En la frontera entre las provincias de La Coruña y Pontevedra, quería decir el paisano: ¡manda carallo en La Habana! Ahora resulta que uno de los mayores narcotraficantes de este país merece el trato de "don". Son cosas de la ya vieja sociedad del espectáculo, hasta los delincuentes acaban convertidos en ídolos, como "don" Pablo Escobar. A ver si la serie Fariña va a desenfocar la cuestión. Espero que no, porque el drama no es confuso y la pena está en la lucha tenaz de la madre coraje Carmen Avendaño, esa sí que es "Doña".