La dirección nacional del PP parece incapaz de contener el ascenso de Ciudadanos por una sencilla razón: porque el crecimiento en las encuestas electorales del partido de Albert Rivera está más directamente relacionada con la putrefacción de la marca conservadora que con el atractivo programático de Ciudadanos. La gente de derechas -y las clases medias céntricas, centristas y centradas- pueden votar ahora una opción que les es ideológicamente aceptable sin taparse la nariz. Si el PSOE demostró en su día que no supo hacer la transición hacia el posfelipismo -lo de Rodríguez Zapatero fue una improvisación más cargada de tacticismo personalista que de un esfuerzo para modernizar la organización- el PP no ha sabido ni -en el olimpo mariano- ha querido encarar una decadencia impensable hace apenas un lustro y que tiene en la corrupción letal política, en la burocratización de sus dirigentes y cuadros y en la comodidad electoral sus tres principales causas.

El PP es en primer lugar "el partido de los que ya no trabajan". Casi la mitad de su electorado no pertenece a las clases laboralmente activas y alrededor de un 40% de sus votantes tiene más de 65 años. El resto de su potencia en las urnas estaba en las clases medias "tradicionales": funcionarios, profesionales liberales, muchos pequeños empresarios. En su mayoría -no en todos los casos, evidentemente- los simpatizantes del PP forman parte de los sectores sociales a los que generalmente la crisis económica afectó con menos intensidad. Según las encuestas, buena parte le votaría de nuevo al Partido Popular con diversos niveles de miedo, reserva o repulsión, y es por eso por lo que el PP figura aún como primera fuerza política en casi todos los estudios demoscópicos. Pero sigue perdiendo votos, incluso entre los jubilados y los que se jubilarán próximamente, aterrados por la evaporación de sus pensiones. Bajo una lluvia pestilente de escándalos el PP no puede hacer nada: llevar a Mariano Rajoy al programa de Ana Rosa Quintana, ponerlo a practicar una suerte de mal de San Vito en una boda o apuntarle chistes en los discursos en las Cortes no parecen armas demasiado formidables.

Los líderes territoriales guardan un silencio apropiadamente sepulcral. El presidencialismo caudillista, basado en una cultura del poder vertical y alérgica a cualquier crítica, conduce directamente a una frustración impotente y resignada. El presidente del PP, y su equipo más próximo, a través de un conjunto de sistemas y pautas de cooptación, controlan su propia sucesión. Rajoy no se irá hasta que quiera irse. Cualquier reforma interna será boicoteada operativamente por la cultura del ordeno y mando. Muy pocos dirigentes locales pueden instalarse siquiera en una seguridad provisional. Y eso, para las élites de un partido que siempre ha presumido de organismo estable y predecible, resulta muy desasosegante. Cada vez son más intensos los rumores que indican que la candidatura presidencial de Asier Antona para las elecciones autonómicas del próximo año podría ser cuestionada desde Madrid. Antona sería un candidato homologable en una coyuntura de cierta normalidad, pero no la mejor opción para intentar que el ascenso imparable de Ciudadanos no empuje al PP a quedarse con una decena de diputados en la Cámara regional. Algunos insisten en que se busca candidato. Candidata. De Gran Canaria. Con buenas relaciones con el mundo empresarial a la que no se le pueda describir como un suertudo sobrevenido. Al PP de Canarias no le basta insistir en que el tiempo de CC ya pasó cuando una marea naranja amenaza con convertirlo en una fuerza semirresidual.