Busqué como un poseso el hotel Los Faisanes, en el que dormí por primera vez hace más de medio siglo, pero no lo encontré. Sí me topé con el Victoria, que sigue impertérrito frente a las sombras y a las muchas peatonalizaciones, quizás convenientes.

También visité el monasterio de la Cartuja, un orgasmo barroco que me volvió a impresionar como cuando la visité siendo muy niño. Buscaba rosas para mi madre, pero solo encontré denarios cuyas bolas están hechas por los monjes, a base de pétalos de esa flor. Me perdí un poco por la universidad, donde estudiaron con éxito mis sobrinas, Ana y Paloma. Me sorprendió la solemnidad de su facultad de Derecho, un poco maltrecha, pero muy honorable. Algunos de sus alumnos: Giner de los Ríos, Salmerón, Blas Infante, Alcalá Zamora... Y muchos de los catedráticos españoles de derecho financiero y tributario (Cortés Domínguez, Rodríguez Bereijo, Martín Delgado, Martín Queralt, Calvo Ortega, Tejerizo López, así hasta treinta y cinco) que firmaron el otro día la Declaración de Granada, un interesante documento en el que se dice, entre otras cosas, que la Agencia Tributaria española trata a los contribuyentes como súbditos, no como ciudadanos. Montoro debería hacérselo mirar, como dicen en Cataluña.

Y sufrí en mis propias carnes el aislamiento de Granada, la última en autovías, la última en aeropuertos, y la perdida en los ferrocarriles: hay que viajar en el AVE hasta Antequera y allí, "generosamente", Renfe te lleva a Granada en autobús.

Comprobé el silencio sobre Federico, no sé si por cansancio o porque sigue siendo un asunto tabú. Una joven taxista de Alfacar me llevó de la Cartuja a la Fundación García Lorca. Alfacar está al lado de Víznar donde, según Gibson, siguen enterrados los restos del poeta. La taxista dijo silencio. Yo no insistí.

Me acogieron con delicadeza y suma atención en el Alacén de las Monjas, un viejo convento muy bien convertido en restaurante casi de autor pero, sobre todo, de calidad extrema.

En fin, que en Granada aprendí que fui niño hace tiempo, como decía César Vallejo: "Considerando sus documentos generales/ y mirando con lentes aquel certificado/ que prueba que nació muy pequeñito". Y que pasear por sus calles puede resultar intrincado aunque bello porque sigue siendo una ciudad muy antigua que los recios castellanos cristianos robaron a los árabes. Volveré a Granada, un día de estos.