Está muy bien preocuparse (o no) porque el nuevo ministro de Cultura sea Màxim Huerta, pero quizás convendría informarse de cuáles serán la estructura competencial, las agencias y las sociedades que englobará el departamento resucitado en el Gobierno de Pedro Sánchez, quien en una carta ha advertido a sus compañeros que "solo queda la mitad de la legislatura", una señal bastante inequívoca de que pretende llegar a la primavera de 2020. El renacido Ministerio de Cultura, ¿mimetizará como espacio político-administrativo a los de Rodríguez Zapatero? En sus entrevistas y comparecencias públicas en los últimos tres días ha sido imposible que Huerta concrete absolutamente nada de su programa de acción, por una elemental razón: no lo tiene. Jamás ha militado en ninguna organización política. No se le conoce un solo texto de mínima enjundia sobre políticas públicas en general y políticas culturales en particular. Su experiencia como gestor es nula. No tengo ningún interés destructivo sobre Huerta, pero su nombramiento, después de siete años del desprecio militante del PP hacia la creación y la divulgación artística en España -por no hablar de la desarticulación de las políticas científicas o la brutal caída de la inversión en I+D+I- me parece un gesto frívolo, y si la crema de la intelectualidad -como la llamara Agustín Lara, un talento literario muy superior a Màxim Huerta- no lo entiende como una provocación es porque ya ni está ni se le espera.

Los maldicentes relacionan a Huerta con Ana Rosa Quintana pero en realidad, al menos desde cierta sociología de la cultura, su predecesor más obvio es Antonio Gala. "El público de Madrid", explicó en su día Umbral, "siempre ha necesitado un escritor que les cuente boberías y les suelten frases sobre el amor, el desamor o la soledad a la hora de la merienda". La única diferencia es que Gala se respeta más, es mucho más inteligente y tiene algunas obras de teatro de su juventud -y muchos artículos en su madurez- singularmente bien escritas. De Jorge Semprún a Màxim Huerta no hay una pendiente reputacional, sino un precipicio espeluznante. En todo caso esa curiosa obsesión de designar para gestionar políticas y programas culturales a un escritor -jamás se les ocurre un pintor o un escultor- se me antoja muy provinciana y responde a una suerte de síndrome de Malraux que sigue encandilando a los dirigentes políticos. En Madrid, en Cataluña, en Andalucía, Galicia o el País Vasco trabajan magníficos gestores culturales capaces de reorganizar, coordinar e impulsar un Ministerio de Cultura.

No, no he mencionado Canarias. Quizás por vergüenza. En el año 2007 los presupuestos de la Comunidad autónoma asignaban a la Viceconsejería de Cultura y Deportes unos 77 millones. En los presupuestos de 2018 suman no se llega a los 25 millones, y debe advertirse que los fondos se incrementaron un 31,73% respecto a 2017. Con 25 millones es sencillamente imposible, en un país con una población de dos millones de habitantes y un PIB per cápita de 20.425 euros, articular y sostener una política cultural que vaya más allá de parches programáticos más o menos limosneros que se sostienen a duras penas y, para colmo, no se analizan desde hace años. El Gobierno de Canarias renunció a una política cultural -que nunca intentó seriamente- hace una década y hoy guarda un silencio, probablemente sepulcral, sobre los resultados de la ocurrencia de encajar ese fantasma en un departamento dominado por el turismo. Solo el magnífico trabajo realizado por Miguel Ángel Clavijo al frente de la Dirección General de Patrimonio Cultural salva el desastre. Y a estas alturas, después de lustros de devastación, indiferencia, miserias y mamoneo, ya no se nos ocurre nada para salir de aquí. Salvo, quizás, crear una Consejería de Cultura y nombrar titular a Roberto Kamphoff, que también sabe mucho de distraer a las señoras en programas vespertinos de televisión.